Por Emiliano Reyes Espejo
La generalidad de la gente apreciaba el periodismo como “un sacerdocio”. La visión misionera de este oficio, empero, se diluye en la medida en que, tumultuosos cambios se registran en la evolución de la sociedad. El que no ha vivido la experiencia práctica de este trabajo no tiene ideas, ni por asomo, de las laceraciones que los periodistas guardan, acumulan, en sus parques de emociones.
En el transcurso de sus años de ejercicio, el reportero enfrenta situaciones, sufre vicisitudes y trasiega imágenes (buenas y malas) que se asientan en su subconsciente, muchas de las cuales éste las arrastra durante toda su vida.
Las personas tienden a ver, y vivir los momentos de éxito del reportero y, como tal lo glorifican. Pero no se detienen a apreciar la dimensión del pesado fardo de hechos, a veces trágicos y dolorosos que el mismo sobrelleva como sobrecarga de su ser interno.
En una oportunidad, siendo, reportero de Radio Mil Informando, regresaba a la emisora desde el Centro de los Héroes (La Feria) en una “guagua del transporte público”. De repente, se escuchó una explosión y luego vimos subir una enorme “lengua de fuego” acompañada de columnas de humo. Pasábamos frente a la sede central del Banco Agrícola en la avenida George Washington.
Pensé a seguidas en un hecho noticioso, no obstante llevar suficientes informaciones que había conseguido en las oficinas del gobierno, ubicadas en la Feria, las cuales tenía que redactar para el noticiario del mediodía de Radio Mil Informando.
Observé que las personas corrían en dirección hacia el semáforo de la avenida George Washington frente al Bagrícola. Allí se elevaban enormes llamaradas y humaredas. Entonces pedí al chofer de “la guagua del concho” en que viajaba que se detuviera y me dejara en el lugar.
Avancé rápido hacia la avenida y pude ver que debajo del semáforo había un auto en llamas. Prosiguen los estallidos, pero con menos intensidad. Pregunté cuántas personas había dentro del auto y nadie atinaba a responder con precisión. Unos decían que un hombre y su familia, mientras otros dijeron que solo estaba el conductor.
El hecho ocurrió, según los testigos, cuando el vehículo frenó para no irse en rojo, pero otro que iba a alta velocidad lo chocó violentamente por la parte trasera, provocando que el auto parado estallara y se envolviera en llamas.
Cuando los bomberos llegaron al lugar y apagaron el fuego, me acerqué al vehículo devorado por el fuego. Presencié en su interior a un hombre, a un ser humano totalmente calcinado que, en su desesperación, según su postura, se había abrazado al guía del carro. Aquella tragedia me impactó de tal manera que perduré un buen tiempo sin que pudiera comer carne, mucho menos asada. Además, me persiguieron persistentes pesadillas que incidían con su pesadez en mis descansos nocturnos.
Me desmayé
En otro caso presencié un accidente de una motocicleta. Al conductor se le quebró una pierna y los huesos afloraron a la intemperie, “en carne viva”, causando en mí una sensación de angustia que no he podido borrar de mi mente.
Quise en otra oportunidad hacerme fuerte. Laboraba en el Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS) y entré a un quirófano en el hospital Dr. Salvador B. Gautier para observar una cirugía de trasplante de riñones.
En el momento en que los cirujanos extrajeron un riñón al donante observé que este órgano estaba vivo, en pleno movimiento, mientras vibraba cuando era colocado en un recipiente con hielo.
El impacto de aquella escena fue frontal, aunque imperceptible. Todo iba bien hasta que una de las enfermeras asistentes me miró y alarmada expresó: – “¡Ey! ¡ey! se va a desmayar el periodista”. Ella me agarró y me sentó en un banco, allí me untaron berrón y me dejaron tranquilo hasta que me tranquilicé.
Pero ¿qué hacía yo, un simple redactor, en ese lugar? Pues, trataba de conseguir información de primera mano para redactar un reportaje sobre los trasplantes de riñones, en un momento en el cual el IDSS, a cargo del doctor Rafael Gautreau impulsaba un programa de trasplantes renales -entonces único en el país-, con el cual se dio inicio a una práctica que se extiende hasta el día de hoy para beneficio de los pacientes.
Después de esta experiencia, los galenos me pidieron que continuara observando, pero no pude y opté por salir del quirófano. Esa imagen, empero, la tengo plasmada en mi subconsciente.
¿Por qué no me mató a mí mejor?
Esta vez había terminado mi faena de las once de la noche en mi horario nocturno y regresaba en la unidad móvil de Radio Mil a mi casa, ubicada en la zona oriental. Cuando me desplazaba por la calle 17 (avenida Padre Castellanos) me llamó el locutor de cabina para decirme que algo grave había ocurrido en una calle del ensanche Espaillat, que me detuviera en el lugar, que chequeara, y si el hecho valía la pena que hiciera una transmisión en vivo.
Así lo hice. Me detuve en la dirección indicada. Allí ya se había aglomerado un grupo de parroquianos y vecinos que lloriqueaban y expresaban amargos lamentos por lo ocurrido. Subí a un segundo nivel de la casa de block y pasé directo a la habitación principal, donde me encontré con aquella inolvidable y conmovedora imagen.
Apenas tuve fuerza para hacer la transmisión “en vivo” para narrar lo sucedido. Un hecho perturbador, estremecedor, que me impactó en lo más hondo de mi sensibilidad humana. Un hombre afligido, estremecido por este hecho, lloraba desconsoladamente en una esquina de la casa:
-¡Ay, ay, ay, Dios mío, Dios mío, cómo hizo eso a mis hijos! ¡Ay Dios, Diooos, yo hubiera preferido que me mataran a mí y no a mis hijos, oh Dios!
Los gritos de este hombre eran estremecedores.
En el aposento, todo estaba pintado de blanco, las ropas y demás enseres bien organizados y extremadamente limpios. Una amplia cama en el centro del aposento y una cuna de los niños arreglada con esmeros con sábanas blancas. Allí, en aquella cama sombría, yacían tres cuerpos inertes, la madre en medio y los niños a ambos lados, ataviados de ropas blancas impecables. Se vivía allí un color tan puro que reflejaba una imagen cuasi celestial.
La vista mostrada proyectaba un panorama, un ambiente perturbador. Tres muertes que podría decirse que eran tres seres víctimas de la pasión humana incontrolada.
El hombre, esposo de la mujer y padre de los niños (una hembra y un varón) que yacían tendidos, narró entre llantos que salió a trabajar como de costumbre y a su regreso se encontró con este trágico hecho.
Con palabras entrecortadas y pocos entendibles, explicó que laboraba como parte de un equipo de avanzada y seguridad de un connotado líder político del país y que eso le obligaba a permanecer a veces varios días fuera de su hogar.
-“Mi mujer me reclamaba por eso. Me pedía que dejara ese trabajo. Yo le dije que no podía y que no era cierto que tuviera otra familia. Le rogaba que me la pasé trabajando en el interior con ese líder político para darle a ella y a mis hijos una mejor vida”, decía entre llantos.
–“Pero ella no me creyó y mira lo que hizo con mis hijos y con ella”. “Yo hubiera preferido que me mataran a mí. ¡Oh Dios! ¿Por qué no me mató a mí mejor, por qué?
-Emiliano Reyes es periodista.