Por Federico Pinales
La disciplina hogareña es algo sagrado que hay que promover y preservar, por el bien de la sociedad y de la humanidad en sentido general, sin importar los dictámenes absurdos de algunos teóricos modernos, que desconocen las complejidades prácticas de procrear y formar a una familia.
Lo que sí debemos hacer es trabajar junto a los hogares y a las escuelas para apoyar a padres y a maestros en la formación de mejores hombres y mujeres para el futuro, aplicando métodos civilizados y humanos, no los procedimientos abusivos y crueles, de cortes dictatoriales, utilizados por nuestros padres y abuelos, que si bien lograban sus propósitos, al mismo tiempo promovían la violencia intrafamiliar como forma única de resolver los conflictos.
Mis abuelos, mis padres y todos mis hermanos fuimos concebidos, paridos, criados y formados bajo una rígida disciplina, casi militar, donde se hablaba y aún se habla, en algunos hogares de las nuevas generaciones, de “sí, señor, y sí, señora”.
He sido testigo y víctima de muchas crueldades, aparentemente normales, cometidas por muchos familiares y hasta por la madre de mis hijas.
Abofetear a un niño de 4 años como si fuera un adulto por decir una verdad o por hacer una pregunta inteligente, que merecía una respuesta concreta y educada, es algo doloroso y repugnante.
Mis hijas fueron intelectualmente muy precoces.
A veces nos hacían preguntas a su madre y a mí que nos ponían entre la espada y la pared, pero que, en lugar de reprimirlas, había que darles respuestas adecuadas y convincentes.
Cuando ellas me hacían una de esas preguntas difíciles, si yo no tenía la respuesta adecuada para su edad, les decía, lo siento, déjenme investigar y a renglón seguido me bombardeaban con la otra. “Papi, y ¿dónde tú vas a investigar?”, y yo les decía, en un libro de historia.
En una de esas ocasiones, teniendo la mayor cuatro años, frente a un “no” de la mamá para salir conmigo, ella le preguntó: “Mami, pero ¿si él es mi papi, por qué no puedo salir con él?” La respuesta inmediata de la madre fue una galleta (bofetada) que le sacó el aliento. Huyó aterrorizada hacia mí, en busca de protección.
Las monté a las dos en un motor Yamaha 80 que tenía en ese momento, me las llevé a una tienda, les compré ropa y se la devolví bien vestidas.
Ese echo me recordó una acción similar de mi padre, justo cuando yo tenía también cuatro años, porque dije una verdad que ni él ni mi mamá podían refutar, y era que él estaba acostado, cuando mi mamá le dijo a un hombre que él no estaba en la casa.
Cuando los niños están entre los cuatro y ocho años, sus coeficientes de inteligencia están en sus puntos más altos. Muchos padres no están preparados para manejar esa situación y por esa razón cometen errores que traumatizan a los hijos, llegando muchas veces a castrarlos intelectualmente y a convertirlos, sin proponérselo, en monstruos humanos.
Afortunadamente, ni a mis hijas ni a mí, esas malas experiencias nos hicieron daño, y aún seguimos soportando. Tenemos dos madres que, pesar a haber cumplido ya, una 80 años, y la otra 91 años, no dan sus brazos a torcer y piensan que seguimos siendo niños, incapaces de contradecirlas, so pena de ser víctimas de sus iras.
Por coincidencia, mi hija mayor y yo éramos los principales responsables de los cuidados y asistencia administrativas de nuestras madres. Ambas sentían que las estábamos controlando demasiado y ambas decidieron retirarnos su confianza casi simultáneamente.
Una de las dos, la más joven, llegó al colmo de agredir físicamente a su hija frente a los nietos.
En el caso de la mayor, me retiró todos los poderes que me había otorgado voluntaria y espontáneamente, porque no le revelé el destino de un viaje vacacional que realicé del 27 de octubre al 9 de noviembre del 2023.
No sólo a mí me canceló. Ya previamente había despedido a dos hijas y a otro hijo.
Al final, el resultado de ese carácter fuerte ha redundado en la buena conducta de todos sus hijos, nietos y bisnietos.
