Por Gregorio Montero
Como ya se sabe, la Administración Pública, para poder cumplir los fines del Estado, así como los propios, ejerce un conjunto de facultades y potestades de carácter administrativo, que son desplegadas a lo interno y externo de sus entes y órganos.
Una de esas potestades, de mucha importancia, por cierto, es la reglamentaria, misma que, por habilitación constitucional o parlamentaria, empezó a delinearse con el Estado liberal, cuando la Constitución reconoció el concepto de legislación delegada o, para nosotros, norma reglamentaria; esta potestad se ha venido consolidando en el Estado social, democrático y de derecho, contexto en el cual adquiere una mayor connotación, ya que al Poder Ejecutivo se le reconoce un mayor grado de legitimidad democrática y política.
La potestad reglamentaria es la capacidad que posee el Poder Ejecutivo y determinadas entidades administrativas para emitir nomas jurídicas que sirven de desarrollo y complemento a las leyes formales que emanan de la autoridad legislativa natural (parlamentos y congresos); la potestad reglamentaria se ejerce, en principio, bajo un vínculo de subordinación frente a la ley, pues ella es incluso el producto de una suerte de delegación parlamentaria, la que enmarca y limita los poderes de la autoridad reglamentaria. La potestad de reglamentación asignada a la Administración Pública se ha desarrollado sobre la base de fundamentos jurídicos y políticos que han llevado a la determinar la existencia de distintos tipos de reglamentos.
El reglamento es, lato sensu, un cuerpo de disposiciones normativas emitidas por una autoridad administrativa competente, habilitada por la Constitución o la ley para tales fines, cuyo contenido tiene frente a las normas legales un carácter secundario o derivado; los reglamentos hacen parte del ordenamiento jurídico que rige la organización y el funcionamiento de los entes y órganos públicos, por lo que enriquecen en gran medida el Derecho Administrativo.
Es preciso tener muy en cuenta que el reglamento es una de las fuentes más importantes del Derecho Administrativo, de hecho, es la más importante de las fuentes que se originan a lo interno de la propia administración; de ahí su proliferación y legitimación con el paso de los años.
Ya hoy no se discute, como ocurrió en el pasado, la legitimidad del papel reglamentario del Poder Ejecutivo o del Gobierno; anteriormente no se le reconocía suficiente legitimidad para emitir normas de carácter jurídico; otra cuestión que ya no es objeto de mayor discrepancia es le necesidad de emitir reglamentos administrativos.
Se cuestionaba que el Poder Legislativo dejara al Ejecutivo espacio para reglamentar determinados temas, se entendía que la ley debía ser suficiente; por fortuna hay claridad en que eso no es posible, mucho menos racional; las leyes no pueden ni deben regularlo todo, es necesario que ciertos aspectos sean abordados y desarrollados por normas de menor jerarquía y mayor flexibilidad, como lo es el reglamento.
En la actualidad se transita por la vía de aprobación de leyes “marco”, de contenido general, que requieren de un desarrollo reglamentario para su aplicación; esto, motivado, entre otras cosas, por la característica cambiante de los entornos administrativos, especialmente en lo atinente a su dimensión técnica.
No obstante, hay que reconocer que la mayor aprehensión ocurre hoy por la excesiva reglamentación administrativa que en realidad se verifica, lo que complica sin duda el dominio, manejo y efectiva aplicación de las normas reglamentarias, por el grado de dispersión y el riesgo de incoherencia normativa; esto exige un mayor rigor en la regulación y control de la potestad reglamentaria del Gobierno, a fin de que solo se dicten los reglamentos que se precisen, los que sean necesarios; este es un reto.
En razón del objetivo y el rol que deben jugar los reglamentos, y dada su proliferación, la doctrina se ha encargado de proponer distintas clasificaciones, con el propósito de facilitar su estudio y comprensión, así como su proyección conceptual y jurídica; de la misma manera, se trata de facilitar el entendimiento de las técnicas jurídicas más utilizadas para distribuir la potestad normativa del Estado entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. Aquí nos referiremos de forma general a dichas clasificaciones, las que son asumidas y reguladas dependiendo de las tradiciones jurídicas y administrativas de las diversas naciones.
Por un lado, se identifica el reglamento ejecutivo, cuyo propósito es facilitar la ejecución de la ley, estableciendo y completando normas y mandatos que son necesarios para aplicar las leyes que lo determinan; también se cita el reglamento independiente, que tiene por objetivo establecer normas que regulan materias y aspectos no consignados en leyes, pero que no son objeto de reserva constitucional o legal; en el mismo orden, la doctrina y el Derecho positivo reconocen el reglamento de necesidad, el cual solo puede ser dictado por la administración de forma transitoria, ante situaciones excepcionales que representen calamidad pública o riesgo de daño grave para las personas y la propiedad, observando siempre el principio de proporcionalidad.
Por otro lado, de manera particular se aborda el denominado reglamento de organización, mediante el cual se reglamentan los aspectos organizativos internos de la Administración Púbica; en los ámbitos doctrinarios y jurídicos se conoce también, dentro de las clasificaciones, el reglamento local o municipal, que es el que emiten las autoridades de los gobiernos locales, atendiendo a sus competencias, para regir la vida interna del municipio y de los organismos municipales.
Es importante considerar además la potestad reglamentaria de los denominados entes públicos funcionales, los que pueden emitir reglamentos acotados a su ámbito de competencia, especialmente relacionados con su prerrogativa de autorregulación, consignada en la norma de rango legal.
Ya hemos dicho que el reglamento es una norma jurídica que complementa y perfecciona la ley y que forma parte del cuerpo jurídico de la Administración Pública hasta que se produzca su derogación, por una norma de mayor o igual jerarquía, por lo que su aplicación y observación obliga a los ciudadanos y a las autoridades públicas.
Es preciso destacar aquí el principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos, que impide que una autoridad pública, o su superior, pueda modificar o derogar una disposición reglamentaria general, emitida en el ejercicio de sus competencias, con una disposición administrativa particular o aplicable a un caso específico. Para hacerlo, dada la fuerza normativa del reglamento, puede proceder a una derogación o modificación general, pero nunca a la inaplicación o modificación para casos concretos.
Sin embargo, para que un reglamento sea eficaz y válido debe observar ciertos requisitos en su proceso de aprobación que determinan su eficacia, al igual que ocurre con cualquiera otra actividad administrativa; en tal sentido, su contenido debe estar subordinado plenamente a la norma constitucional o legal que lo determina, debe respetar aquellas materias que se rigen por la cláusula de reserva legal, se debe observar el rol de colaboración del reglamento con la aplicación de la ley, debe ser emitido por una autoridad competente, se deben elaborar informes técnicos, se debe garantizar la participación ciudadana, debe ser debidamente publicado, entre otros.
Los reglamentos, ante la violación de los requisitos de fondo y de forma en el proceso de aprobación, pueden ser anulados y, como consecuencia, perder su eficacia jurídica, lo que los invalida para hacer parte del ordenamiento jurídico administrativo; para ello se reconocen algunas garantías jurídicas, como la prohibición de que los reglamentos inconstitucionales o ilegales sean aplicados judicialmente; la revisión de oficio por parte de la autoridad que ha dictado el reglamento, quien puede declararlo nulo, derogarlo o sustituirlo; el recurso contencioso-administrativo, que puede ser incoado por cualquier interesado por ante el Tribunal competente, a fin de requerir la nulidad de un reglamento.
La potestad reglamentaria de la Administración Pública, en tanto complementaria de la labor legislativa, ayuda a combatir la densidad y rigidez de las leyes, lo que hoy resulta contraproducente, y contribuye a que los entes y órganos públicos desarrollen su actividad administrativa con mayor agilidad y flexibilidad técnica.