Washington vuelve a hablar de Haití. Esta vez, en voz del secretario de Estado Marco Rubio, quien desde el Capitolio acusó a la Organización de Estados Americanos (OEA) de no estar a la altura de la crisis en la nación caribeña. Lo hizo con tono de urgencia, casi de indignación: “La OEA debe dar un paso al frente”.
Pero mientras Rubio cuestiona a los países vecinos por no hacer lo suficiente, obvia lo esencial: gran parte de las armas que alimentan a las pandillas en Haití tienen su origen en Estados Unidos. De hecho, el propio secretario admitió que están trabajando con agencias federales para frenar el flujo de armas que salen “desde el río Miami”, en contenedores hacia Haití, Jamaica, Trinidad y otros destinos del Caribe.
Es una admisión brutal: el caos que hoy devora a Haití —con pandillas que controlan barrios enteros, bloquean la ayuda humanitaria y obligan al desplazamiento masivo de civiles— se alimenta con armamento que circula desde el corazón del sur de la Florida. Un contrabando que ha sido denunciado durante años por organizaciones locales y gobiernos del Caribe, sin que Washington lograra contenerlo.
Aún así, Rubio se permitió señalar a la OEA como si fuera la única ausente. “Si alguna vez existiera una crisis regional en la que se pensara que una organización podría intervenir y aportar una fuerza o un grupo de países […] sería esta”, afirmó, como si la responsabilidad regional no incluyera también a la primera potencia del hemisferio.
El mensaje de Rubio llegó acompañado de elogios al Gobierno de Kenia, que lidera la Misión Multinacional de Apoyo en Haití, autorizada por la ONU. El respaldo estadounidense se mantiene —aseguró— pero “esa misión por sí sola no resolverá el problema”.
Y tiene razón. Pero la omisión vuelve a ser notable: Estados Unidos ha evitado liderar una intervención directa, ha recortado fondos de cooperación y ha sido ambiguo con el rol de su policía fronteriza respecto al retorno forzado de haitianos. El compromiso parece más retórico que real.
No es la primera vez que EE. UU. reclama un “rol más activo” a sus aliados, mientras relega su implicación directa. En marzo, Rubio felicitó al nuevo secretario general de la OEA, el surinamés Albert Ramdin, pero ya entonces hablaba de “reformas institucionales” para hacer la organización más eficiente. Hoy, el tono ha virado hacia el reproche, sin asumir que Estados Unidos es el principal financiador del organismo y también, históricamente, uno de los países con mayor injerencia política y militar en Haití.
Desde la ocupación militar entre 1915 hasta 1934, y posteriormente en la década de los 90, hasta su influencia en la caída y el ascenso de gobiernos en Port-au-Prince, Washington ha estado profundamente implicado en el devenir haitiano. Por eso, resulta paradójico que hoy reclame soluciones ajenas, mientras el fuego sigue avivado por el descontrol en sus propios puertos y aeropuertos.
La pregunta de fondo sigue sin respuesta: ¿puede Estados Unidos exigir más compromiso sin revisar su papel estructural en el deterioro del Estado haitiano? ¿Puede liderar una solución sin asumir parte de la deuda histórica con una nación a la que ha tutelado, bloqueado y deportado durante décadas?
Mientras tanto, el tiempo corre. Las pandillas avanzan. Y Haití —una vez más— se queda atrapado entre los discursos y la parálisis.