viernes, julio 26, 2024

El viaje y sus placeres secretos 

Eloy Alberto Tejera 

Viajar proporciona una expectativa siempre: en ocasiones por lo que se deja atrás, y por la emoción de lo que le esperará más adelante, o de lo que viene.   

Desde lo que va en marcha: desde el avión o el vehículo las cosas se ven distintas. Estando en tránsito para llegar, permanecemos estáticos, pero en esa situación el rey es el movimiento.  Claro, no es lo mismo partir desde Caribe Tours (valga la publicidad) e irse a una provincia, que coger un vuelo desde las Américas para llegar a los Estados Unidos.  

Los aeropuertos son lugares de stress desde que a Bin Laden se le ocurrió atentar contra la arquitectura de New York, o contra las Torres Gemelas. Fue lo mismo. Más que un viajero por la forma en que el oficial de chequeo se conduce, uno se siente siempre sospechoso, que será atrapado en falta por el error más nimio.  

Respecto al viaje al interior, no es menos la preocupación, una pequeña angustia. Patanes “patanistas”, conductores sin el más mínimo criterio de que tienen un guía en las manos, se dan a la tarea de aterrorizar. Primer lugar en el mundo por muerte en accidentes. Tenebroso ranking, para sentirnos orgullosos. 

Yo recomiendo viajar de madrugada. En mi caso, eso evita las despedidas con la salida del sol. Es mejor marcharse tipo vampiro. También permite eludir las lágrimas, los abrazos fuertes, y por supuesto, los taponamientos que nos hacen sentir miserables, además de que se mejora la visión que tenemos del paisaje llamado República Dominicana.   

Lo primero que pare el viaje es la nostalgia. A la vez que se abandona algo, se siente que se encontrará uno con algo nuevo. Partimos y decimos adiós, a las pocas horas tenemos que decir un hola, y no pensar ya en lo que se dejó atrás, sino de tratar de resolver las cosas que ese día planteará. Exigencias. Exigencias.  

Recibe a uno un familiar. Y ese encuentro establece un choque, pues el tiempo ha pasado y le encontramos tal vez más viejos, quizás el deterioro natural ha hecho su trabajo. Tiene uno que comparar las carreteras que hace tiempo no ha visto, leer los letreros gigantescos que seguramente estarán en su sitio.   

El paisaje que uno ve termina asociándolo a un recuerdo. Triste o alegre. En mi caso los viajes que hago a Gurabo, Santiago, siempre están atrapados en una melancolía persistente. Rememoro viendo las montañas y el cielo azul, el día que enterré a mi padre. Jamás he podido disociar un viaje a esa región del país sin que aparezca tal sentimiento. Que esa cuita sea el centro. 

Sin embargo, viajar al Este, establece otro criterio sentimental. Los cañaverales, las casas sin ventanas donde habitan generalmente inmigrantes haitianos, le dan a uno una perspectiva que el Este es la zona de un amargo constante.  

Asocio viajar al Este a mi madre, y más que todo a mi tío Chichí. Fue él el responsable de que toda una generación de mi familia avistara por primera vez lo que era el dólar y el sueño americano.  

En ocasiones he pensado, qué sería de mi familia o de mí si yo no hubiese hecho ese viaje a Estados Unidos, donde duré alrededor de una década, y que cambió en cierto sentido algo de mí. ¿Por qué ha quedado algo de nostalgia en mí al perderme muchos años de mi madre, en los que no tuve tiempo de verla envejecer al lado, de contemplarla en el día a día mucho más joven? 

Cada quien se hace sus preguntas particulares. Si usted viaja hoy, si ha viajado, o si piensa viajar, hágase sus preguntas, piense en el paisaje y los familiares que esperan. Póngase el cinturón, por cuestión de seguridad, y porque la cosa ya está dura y cara en todos lados. 

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