Por Melton Pineda
Fue precisamente un 5 de abril de 1977, en el local del Colegio Dominicano de Periodistas (CDP), mientras me divertía con los colegas, que me llegó la infausta noticia, que nunca quisiera recordar: el deceso de mi madre.
La noche se puso más oscura, las ramas árboles se paralizaron, sentí que la vida se me iba, desesperado no encontraba qué hacer, en medio de la consolación de algunos de los colegas.
Mi amigo Osvaldo Santana me abrazó y sacó del local del local del CDP, en el Centro de los Héroes, y me sentó en el muro lateral del viejo edificio de la Procuraduría General de la República tratando de consolarnos, sin lograrlo.
Osvaldo nunca me abandonó, sentí que compartía mi dolor causado por la herida que laceraba mi alma y decidí ir a la pensión donde vivía frente a la Lotería Nacional a recoger algunas pertenencias para marcharme hacia Barahona.
Ni Osvaldo ni yo teníamos automóvil propio, y decidimos ir al diario El Sol, donde laborábamos, para esperar la madrugada y usar el transporte que salía a repartir los periódicos para el Sur, y ese medio llegar lo más temprano posible a Barahona.
Entre mis llantos y la consolación del amigo, prometía, que tenía que comprarme un vehículo para no pasar por esta difícil situación.
Entre paradas y paradas, del vehículo del transporte del periódico El Sol, pues se detenía en las provincias y pueblos dejando los paquetes de ejemplares, sentía que el tiempo se nos iba encima y que no llegaríamos a Barahona.
Al llegar a la ciudad de Barahona, aún no creía lo que me habían informado: la muerte de nuestra querida madre.
Al llegar a la estación de gasolina de Fellé, en la calle General Cabral, a cuatro esquinas de la vivienda de mi familia, alcanzamos a ver un grupo de personas a eso de las 7: 30. a.m., sentadas en las calles que hacen esquina frente a la casa. Casi me desplomo, y solo sujetado por nuestro amigo Osvaldo, logré recuperarme físicamente.
Nunca me he recuperado de ese golpe, 43 años después. Ahora que rememoro el momento, no contengo las lágrimas por tan irreparable pérdida. Tengo que pensar en el valor de una madre y exhortar a quienes la tenga viva que la protejan, que la amen, la veneren y conservarla viva a toda costa y sacrificio.
Cuando entré, una tremenda fuerza interior me empujó a darle un beso en la mejilla. Muy triste y difícil dar un último beso al cadáver de la querida madre. Doloroso que ocurriera de esa manera. Una muerte súbita que me la arrebató.
Corrían los segundos, los minutos y las horas y no los percibía. Sumido en el peor de los dolores que ser humano puede registrar, cuando ocurre el hecho más lastimoso que registre un ser humano: perder su madre.
Salimos esa tarde con el cortejo fúnebre hacia la iglesia y luego hasta el cementerio, donde dimos el último adiós al ser más sublime que la naturaleza ha creado: la madre.
En el cementerio, representando la familia Pineda Féliz pronunciamos el panegírico de despedida, donde solo recuerdo estas palabras: “Madre, Dios manda a buscar a las personas de almas buenas, algún día nos juntaremos contigo en el cielo”.
La muerte de mi padre
En 1977, se nos va nuestra madre y en 1994 un infarto fulminante se llevó a nuestro padre, Don Cornelio Pineda Sánchez, quien vivió una vida como ejemplo de honestidad que tratamos de imitar. Es la mejor herencia que los hijos pueden conservar en cada acción en la vida terrenal.
Los años le caían y ya caminaba lerdo. Ver cómo la edad le ganaba la batalla era mi preocupación. Llegó sin remedio.
Tres meses antes de morir, me invitó a la finca de la familia, y en presencia del licenciado Luis González Fabra, a quien invité para que me acompañara, a ver el viejo en Tamayo, sentí que estaba ante una despedida.
Con los papeles de arrendamiento, y compra de varias tareas de tierra que iba reuniendo, hasta formar una hacienda, me entregó dentro de un folder manila, con el menor papel que comprometía la conformación de esa propiedad agraria.
Antes le había planteado que dejara el duro trabajo agrícola… pero esa vez surgió de él mismo y me dijo que ponía en mis manos, “en buenas manos”, lo que él había forjado durante más de 70 años.
Me comprometí a administrarse de la mejor forma el bien, los recursos que producía la finca, pero el tiempo le hizo una mala jugada. Murió antes de ver fructificar su decisión.
El afán diario de superación lo llevó a morir como vivió, en el afán del trabajo agrícola, en medio de su hacienda. A su edad, en labores de regadío de una plantación de plátanos, cayó muerto de un infarto que no le dio tiempo a recuperarse.
La maldita muerte súbita que de nuevo llega como el ladrón, cuando nadie la espera.
Después de estas muertes, la vida me ha transformado, debido a que se quedaron inconclusas las aspiraciones de un hijo que siempre tuvo como meta tener una vida holgada que me permitiera pagar con amor como se debe el trato que una madre y un padre dan a sus hijos aun sin esperar nada a cambio.
Melton, estimado compadre, tengo muy cerca en mis recuerdos la figura de don Cornelio, tu padre. Hombre trabajador y atento. Me colmo de atenciones en la ocasión que señalas en tu interesante artículo sobre el paso de tus progenitores a la vida eterna. En particular, es muy especial para mí, el baño que disfrutamos junto a don Cornelio en el agua de la presa. El agua fresca y la conversación amena llenaron mi espíritu y al día de hoy tengo en mi mente, como una película, la imagen de el tiempo que allí estuvimos
Tienes buenas razones para sentirte agradecido de tu padre y tu madre. Gente buena. Trabajaron duro para criar sus hijos con decencia y calidad humana.