Por Osvaldo Santana
Era 23 de abril, en plena primavera, cuando aterrizamos en el aeropuerto de Haneda, Tokio, una madrugada lluviosa que, hacia las 4:00 a. m., comenzó a mostrar el día. Aunque los cerezos ya habían desaparecido, un concierto de azaleas nos dio la bienvenida a lo largo de las limpias calles y avenidas hasta la cercanía de Nishi-Shinjuku, el sector donde nos estableceríamos.

Una suave temperatura de 14 grados acompañó la mañana, que siguió lluviosa hasta más allá del mediodía, cuando visitamos la torre de Tokio, el cercano templo Zojoji y, más tarde, el mercado de pescado. Allí pretendíamos aproximarnos a la culinaria local, pero cualquier pretexto nos apartó de la zona.
Detalles aparentemente nimios, pero imposibles de ignorar, captaron nuestra atención: el tránsito fluido, la amabilidad de las personas y las cortesías convencionales en cada sitio.
Con la imagen de los cerezos aún fresca en la mente, no dejaba de ser frustrante no encontrarlos en los alrededores, aunque ya nos habían advertido que, aunque propios de la primavera (marzo-abril), después de mediados de abril es difícil verlos en Tokio.
Sin embargo, los paisajes a lo largo de las avenidas resultaban reconfortantes gracias a los vistosos colores rojos, blancos y rosados de las azaleas, unas hermosas flores que compiten en tonalidades para convertir la ciudad en un jardín. Esto, junto a la foresta conservada en medio de un entorno brutalmente urbano, con sus altas edificaciones, callejuelas escondidas y diminutas viviendas detrás de cualquier impresionante desarrollo arquitectónico, da cuenta de la evolución de la ciudad. En el mismo territorio conviven grandes plazas y puntiagudas torres de apartamentos con hábitats sencillos, levantados con materiales convencionales, ladrillos o bloques, y pulcramente terminados.
Junto a las plazas y centros comerciales formales, en las cercanías de Shinjuku, se multiplican pequeños comedores, restaurantes y kioscos. Destaca el callejón Omoide Yokocho, o “el callejón de los recuerdos”, una estrecha vía junto a la salida oeste de la estación de Shinjuku. Un semillero que recuerda una parte trasera típica de Santo Domingo, con una gran cantidad de izakayas (bares japoneses) que ofrecen comidas calientes de la más diversa culinaria nipona: la famosa parrilla de pollo yakitori o cualquier clase de comida y bebida, con una sofocante humareda, sobre todo en la noche, cuando el lugar se llena de nativos y turistas.

Algo similar se repite en el sector de Tsukiji, en el Tokio central, donde se encuentra el Mercado Mayorista Central Metropolitano, conocido como el mercado de pescado. Allí se ofrece una enorme variedad de especies, incluidas impresionantes centollas, y otros alimentos. Es considerado uno de los mayores centros de venta de productos del mar del mundo y también uno de los más visitados por turistas, que recorren sus abarrotadas filas de kioscos donde se venden toda clase de alimentos cocidos y crudos.
Rumbo a Hakone
Ya era demasiado para un par de días intensos en Tokio. Tocaba virar, después de un reposo espiritual en algún templo budista de la ciudad, para reorientar el rumbo: Hakone, al oeste de la capital, a poco más de dos horas en automóvil por vías expresas y carreteras secundarias. En el trayecto, tuvimos la oportunidad de probar el famoso ramen, uno de los platos más populares de Japón con raíces chinas. Un caldo a base de fideos en sopa, que puede ser de cerdo, pollo, pescado y, a veces, con huevo. Nada extraordinario, pero profundamente arraigado en la cultura local y también internacional.
Al salir de Tokio, el paisaje pasó de la rigidez del bloque urbano compacto a la espesura boscosa, hasta alcanzar una cadena de frondosas montañas que imponían su estimulante verdor. Las carreteras, moderadamente despejadas, no mostraban propaganda publicitaria, solo señales de orientación para los conductores.
Ahí estaba Hakone, y comenzaba el ascenso por una empinada, estrecha y cargada de curvas, pero bien mantenida vía, que exigía toda la atención, sobre todo si el conductor no está habituado a manejar con el guía en el lado derecho. Por momentos, parecía que todo lo que venía de frente se dirigía hacia uno. A pocos kilómetros de la meta, una aparición inesperada: un conjunto de cerezos en plena floración en el jardín de un museo de arte. ¡Impresionante! Cuando ya lo dábamos por perdido, aparecieron como un regalo inverosímil. Una parada inevitable y algunas fotos que intentaron atrapar el asombro.
El destino: un ryokan de montaña, un alojamiento tradicional japonés, en contacto con la naturaleza y fiel a un estilo de más de dos siglos. El grupo había llegado antes, pero el check-in estaba previsto para una hora después. La bienvenida fue la de rigor, con su ceremonial, pero había que esperar. La entrada era a las 4:00 p. m., así que recomendaron pasear por los jardines del Senyoro Ryokan.
Y qué suerte: un sendero nos condujo a un estanque con peces de colores, aparentemente carpas, y a un paisaje frondoso, repleto de flores silvestres. La espera no fue tal: cuando regresamos, el personal ya nos esperaba. En la antesala de las habitaciones, tocaba despojarse del calzado. Ya instalados, debíamos olvidarnos de la ropa habitual: ahora vestiríamos yukatas, similares al kimono. El piso de madera, cubierto con tatami (una estera de paja), sostenía unos futones (colchonetas) donde finalmente descansaríamos.
Las habitaciones, sin embargo, ofrecían todas las comodidades de un hotel moderno. Ingresábamos a un mundo del pasado japonés que nos conectaría con su cultura y tradiciones culinarias. Después del agotador viaje, nada mejor para renovar energías y, dicen muchos, la salud: un baño en aguas termales (onsen), a no menos de cuarenta grados… completamente desnudos.
Después vendría la cena kaiseki, compuesta por un menú que uno nunca puede anticipar: no menos de diez platillos, servidos con progresiva cadencia, según la costumbre, durante más de una hora.
La noche era acogedora. La temperatura bajaba a 13 grados. Las frazadas respondían. Y sobre futones, en el suelo, con o sin yukata, hasta los buenos días. Entonces, se podía volver al onsen. El ciclo se completaba: tarde, noche y mañana en la serenidad de las montañas, en un mundo hasta entonces desconocido.
Atrás quedaba el ryokan. La experiencia continuaba en Hakone, en el distrito de Ashigarashimo, prefectura de Kanagawa. Más allá, las vistas del monte Fuji, los volcanes activos, el paseo en teleférico y por el lago Ashi. Un encuentro con la imponente naturaleza, imposible de olvidar. ¡Espectacular!
Hakone
Ubicada en el Parque Nacional de Fuji-Hakone-Izu, al oeste de Tokio, Hakone es una ciudad entre montañas muy visitada por turistas, tanto extranjeros como japoneses. Atrae por sus centros termales, paisajes y vistas del icónico monte Fuji. Allí se encuentra un santuario sintoísta con su arco torii que domina el lago Ashi, el cual se recorre en embarcaciones “piratas”. También destacan los manantiales de azufre hirviente del valle de Owakudani. Pero, sobre todo, lo mejor es la atención y amabilidad de su gente.