Por Alfonso Tejeda
Kioto, Japón. – La disposición de las cinco letras apenas sugiere la embrollante "galimatías" ante la que resultaría minúsculo cualquier intrincado y exagerado trabalenguas que pueda inventarse Raymond Pozo para describir a una apabullante Tokyo, comparándola con la despejada Kyoto, ciudades japonesas que contuvieron un largo brinco con el que alcancé los 68.
De justicia es descargar de responsabilidad la entusiasta provisión de Asahi y Zapparo -que rozarían a la nuestra, que agregó su color verde a la insignia dominicana- también a la abundancia del Sake para mover en trastabillante inasibilidad la pretensión de fijar ubicuidad en Tokyo, excepción hecha del centenario y variopinto mercado Tsukiji, la desafiante estación de tren Shinjuku, con sus cientos entradas y salidas, y el cruce peatonal Shijuba, en el cambio de luz del semáforo que registra hasta más de cuatro mil transeúntes, cifra que despertó la euforia de un esperanzado camarada que de inmediato elaboró estrategias como si su partido fuera ese peatonal.
Kyoto, otrora capital de Japón, como ahora lo es Tokyo, es otra cosa -y no es la cantante nuestra, aunque sean sosegadas-, de inmediato se acomoda, se deja hacer suya sin importarle la prisa, más bien desterrándola con una invitación de y a sus milenarios templos, que convocan y ofrecen esa templanza que la modernidad araña con una dotación de servicios que la hacen más asequibles, más aprehensibles, hasta ahora sin "falsa soberbia", la que atribuye el poeta chileno Rafael Gumucio al recién fallecido escritor Jorge Edwards, aquel de "Persona non-grata", libro con que resquebrajó al famoso boom del "realismo mágico".
Aunque alguien podría interpretar -siguiendo a Gamudio- como "falsa humildad" lo que sería en mí una "falsa soberbia", celebro como "un gran salto" (esa expresión con que establecemos un parangón de discriminación, no aquel "gran salto hacia adelante" que conociera como consigna) alcanzar mis 68 años entre Tokyo y Kioto, yo salido de batey-6, allá en el ingenio de Barahona, en la abandonada región sur.
Fukuoka, más movida, descubrí que es un vínculo más que alfombra, este "gran salto", cuando recuperando de mi memoria experiencias en el bar de Melicio Peña -aunque en la 39 y la 40 era más sonora- con la bachata antigua, tejí, con atinada coincidencia de pasos y ritmo de aquella, con esa que Juan Luis Guerra le sacó pasaporte, para pasearla hasta aquí.
A quienes desorientados pretendan dar el salto de mi humildad, le facilito como "garrocha" una desenfadada muestra de "humildad" que diera Barack Obama cuando se convirtió en el primer afroamericano que dirigió la "Harvard Law Review", ante la preocupación de un colaborador por la calidad de la prestigiosa revista de la facultad, lo tranquilizó informándole que la misma apenas la leían poco más de cuatro mil interesados.
Serán menos, muchos menos de esa cifra, quienes se interesen por estos párrafos, pero sí suficientes para, junto a mi progresiva tendencia al "pariguayismo", y ahora en la cumbre de mi tercera edad, evitarme el ridículo de padecer, tal como recién escribió Colombo, a los que me acompañan en esta edad, la reprimenda entendida como "el peor insulto": "No seas fresco, maldito viejo".