Un ruido tormentoso de un “buscapiés chino” alborotó la entrada del cine Catalina. Los niños y adultos fueron presas del espanto y miedo que causó este estallido.
Y mira dónde, precisamente en las patas de la silla donde está sentado Don Fabián, el propietario del establecimiento.
La ocurrencia corrió como pólvora por calles y callejones del pequeño poblado, especialmente en la calle 30 de Marzo que era donde estaba construido el teatro del lugar. No sé por qué, pero todos coincidían en que eso era cosa de Bebe, y se trataba de una de las conocidas bellaquerías de aquel “espíritu de la maldad”.
Era la época en que la gente, esencialmente los niños, comenzaban a disfrutar las cercanías de las festividades navideñas. Detonar cohetes chinos, torpedos, tirar “montantes”, incendiar “patas de gallinas”, competir con patinetas hechas de bolas de rodaderas de vehículos, así como otros entretenimientos, eran propios de aquellos momentos inolvidables que nos hacen seres felices en nuestras infancias.
Pero allí estaba también Bebe, un inquieto joven del lugar a quien raras veces se le veía ponerse camisa. Se trataba del típico muchachón bellaco y burlesco del que todo el mundo hablaba y del que había que cuidarse porque cuando uno menos lo esperaba se salía con una chanza o con una expresión de humor negro. Una especie de “pequeño bufón de campo” articulador de una rara risa guasona parecida a gemidos de gatos o ladridos de perros.
Una noche, quizá “sin malas intenciones” y sin proponerse realizar una maldad de impresionante magnitud, Bebe se arrellanó en una esquina del balcón de madera de la casa de Doña Laura, ubicada en frente al teatro de los Matos Ogando. Desde allí hizo un certero disparo con un cohete “buscapiés” que se dirigió a la silla donde estaba Don Fabián cobrando los tickets para la entrada a la película. Casi lo mata de un susto. Éste quedó aturdido por un buen rato. Y tras reponerse del espanto, salió a buscar al autor de la bellaquería. Hombre de elevada estatura física, de tez oscura, de recio carácter, Iba armado como siempre de sus inseparables machete, un revólver cañón largo y su escopeta de cartuchos. De las intenciones de éste en ese momento nadie nunca supo, pero parece que no eran buenas.
Fabián se les quejó a los padres de Bebe, Don Viejo, y a su abuelo, el señor Presidente, de la bellaquería que le había hecho este empedernido bellaco. Vaya, todo quedó ahí. Éstos escucharon estoicamente todo lo dicho de mala manera, a veces tronante, de parte de Don Fabián. Nada pasó. Parece que a este jovenzuelo lo protegía algo sobrenatural, un espíritu de algún familiar fallecido o un bacá. De hecho, parecía envuelto en el perfume que ahora todos apetecen y que ahora llaman “impunidad”.
- “Muchacho del diablo”, decía Don Fabián visiblemente rebosante de ira. –“Casi hace que me dé un infarto. Si yo encuentro a ese azaroso, juro que lo mato….”, refunfuñó todavía atormentado y aún aturdido por el estallido del torpedo.
Recuerdo aquella tarde noche cuando ocurrió el inesperado estruendo. Ese día se presentaría una película de Tarzán, el Rey de la Selva” y fue el momento cuando estalló un petardo de los llamados “buscapiés” debajo de la silla de Fabián.
Cuando nadie recordaba aquellos hechos, ocurrió que en medio de la presentación de una película de “Durango Cid” hubo que desalojar el cine. La gente corría despavorida hacia la puerta de salida tapándose las narices, mientras vociferaba:
-“El diablo, el diablo, ¡qué maldito vaho, que maldito vaho…! Los muchachos se despojaron de las camisas para taparse las narices mientras corrían y se amontonaban a la salida.
-“Bebe destapó un peo químico dentro del cine”, gritó alguien.
Cuentan que el desalmado adolescente mezcló en una botella huevos podridos, heces de animales y de humanos, además de otras sustancias malolientes para crear el llamado “peo químico”, un menjunje satánico que destapó en pleno desarrollo de la película.
Ni esa noche ni en los próximos días se pudieron presentar películas por el mal olor que reinaba en la sala del cine. Los dueños del cine Catalina tuvieron que cerrarlo por varios días para llevar a cabo una profunda labor de lavado de sus asientos y paredes.
La botija
Días después en el pueblo se corrió la voz de que don Josecito Reyes –un visionario del pueblo al que se le atribuían dotes extraordinarias para adivinar el futuro- escondía una fortuna en morocotas de oro puro de 24 quilates que había heredado de sus ancestros españoles. Las monedas habían sido guardadas en una botija que éste escondió en su conuco, próximo al barrio de Alto de Las Flores, a orilla del río Yaque del Sur.
Bebe fue a la avenida Libertad y juró a los muchachos que sabía dónde Josecito escondió la botija repleta de piezas de oro. Explicó que vio “con sus propios ojos” cuando Josecito enterraba las morocotas en un sembradío de plátano, próximo a su “casucha” levantada con pencas de coco, lodo y hojas de plátanos. Ese día Bebe se apersonó a un banco de la avenida Libertad del municipio, frente a la Tienda de Nayo, donde un grupo de muchachos se juntaron a “cherchar” y a hablar de las clases, de las “enamoradas” y las “noviecitas”.
Tanto Huraldo, Rafaelito, DelaNoy, Miguel Cató y otros jóvenes, escucharon hasta ser convencidos por Bebe para que fueran al misterioso lugar donde, según expresaba, habían escondidas cantidades enormes de morocotas. Alegó que momentos antes había visto a Josecito enterrar las monedas cerca de una mata de mangos “Mameyuelo”. Cuando llegaron al sitio, Bebe, algo sigiloso, se fue alejando del grupo y le mostró el lugar donde debían a cavar para obtener las valiosas monedas. En tanto, permaneció vigilando a cierta distancia para avisar en caso de que Josecito decidiera regresar al lugar.
Los jóvenes, alborozados, llenos de sueños de riquezas, comenzaron a escarbar con las manos el lugar donde se presumió estaban las monedas de oro. En aquel lugar se pudo observar la presencia de tierra fresca, húmeda, acabada de remover. Eso reforzó la creencia de que realmente allí se había enterrado algo recientemente.
Avispado, ojos saltones y una cínica sonrisa, Bebe observó cómo estos jóvenes buscaban ansiosamente aquellas monedas de oro.
DelaNoy y Heraldo, desesperados, deseosos de encontrar las ansiadas morocotas, sacaban “pilas de tierra” de un hoyo recién hecho y tapado con hojas de plátano. En uno de estos movimientos, DelaNoy y Miguel Cató sacaron juntos, casi a la vez, pegotes de tierra algo melcochosa que se pegaban a sus dedos.
-“Esto huele raro”, expresó DeLanoy mientras miraba hacia las puntas de los dedos de sus manos.
-“¿Fóoo y qué demonio es esto?”, insistió DelaNoy llevándose las manos a la nariz. Miguel Cató, Huraldo, Rafaelito y los otros muchachos dijeron lo mismo, se miraron y al unísono, como si lo hubieran ensayado, gritaron:
-“¡Mieeerda, esto es mierda, mieeerda…Bebe nos engañó a todos, esto es mierda; anda pa’l, diablo, aquí no hay morocotas…”.
Cuando observaron, Bebe se había marchado y corría despavorido entre las matas de plátano. – “No querían morocotas, cojan morocotas…jajajaja…”.
A poco rato, todo el mundo se enteró de aquel embarre de mierda. Cuando regresaron a la avenida Libertad, éstos se encontraron con que Bebe lo había contado todo, con lujo y detalles.
La maldad y las avispas
En otra ocasión, la idiosincrasia maliciosa de Bebe se hizo presente. No parecía un ser normal, era como algo maléfico.
Cuento que un día casi me mata. Me invitó a comer mangos en una propiedad de su padre, y yo, orondo, sin pensarlo dos veces, acepté la invitación. Me trasladó a una mata rebosante de mangos “banilejos”. Se veían maduros, apetitosos. La mata tenía muchos mangos, porque, supuestamente, a su padre no le gustaba que lo tumbaran. Creí el cuento y subí a la mata a “tumbar mangos”. Una vez allí, comencé a subir a este árbol bendito por la naturaleza por la cantidad de mangos, todos sanos, apetitosos y maduros.
Bebe, en tanto, esperó abajo, como Martín Garata, para “coger los mangos bajitos”.
En el primer impulso para subir por el tronco de una de las matas ubicadas a orilla de un canal, desprendí con la cabeza un panal de avispas. Pero seguí subiendo, todavía no me picaban. Coroné con otro enorme panal que albergaba un enjambre de insectos, los cuales se alborotaron y comenzaron a picarme de manera inmisericorde. Me picaban por todas partes, las manos, orejas, nariz, boca y el cuello.
Gemía como un animal indefenso mientras trataba de quitarme de encima las avispas enfurecidas.
A dos manos manoteaba para quitármelas, pero a medida que lo hacía más me atacaban. En eso mi cabeza chocó con una verdadera colonia de panales de avispas. En mi desesperación salté a una rama de la mata de mango, la cual se desprendió conmigo hacia abajo. Pero para mi suerte, caí en las aguas del canal, donde aún zambullido las avispas me seguían aguijoneando con saña.
Bebe no pareció inmutarse, viéndome librar aquella tenaz batalla para desprenderme de las avisas. En medio de mi sufrimiento, escuchaba sus inconfundibles risotadas. Se marchó y me dejó solo en el lugar. Cuando llegué a mi casa, mi rostro ya parecía el de un “monstruo salvaje”. Labios, párpados, orejas, cachetes o pómulos, todo el cuerpo estaba increíblemente hinchado.
Mis padres y mis hermanos comenzaron a llorar desconsoladamente cuando me vieron en esas condiciones. Balbuceé palabras inentendibles y decidieron rápidamente llevarme al médico. - “Está vivo de milagro”, expresó el médico después de atenderme. –“Dios quiso que llegaran a tiempo”, razonó.
Machetes en manos mi familia acudió a reclamar donde el padre de Bebe. Advirtieron entonces que, si yo moría de esa manera, él tendría que preparar a su familia.
Pero gracias a Dios, estoy vivo y Bebe siguió haciendo sus travesuras…
*El autor es periodista
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Ese Bebe es tiguere. De chepa no lo lincharon. De haber ocurrido, por lo menos una de sus andanzas, en esta epoca; la historia fuera otra. Emiliano: todos nuestros campos, secciones, parajes y hasta munic8; tienen muchas historias y personajes muy propios e interesantes. Gracias por traerlos a nuestra memoria…