El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil confirmaría una aparente tendencia de los sectores contestatarios en los más grandes países de América del Sur a escalar el poder mediante la vía del sufragio, lo que ha inducido a sostener que el progresismo se instaura en la región.
¿Qué podría explicar este comportamiento de los electores? ¿Constituye una respuesta a los fracasos de los gobernantes tradicionales o expresa las ansias de los pueblos por mejorar sus condiciones de vida?
Las interrogantes no tienen respuestas simples, pero podrían generar algunas consideraciones.
Quizás la primera causa habría que encontrarla en la ancestral miseria en que viven la mayoría de los pobladores del subcontinente, agravada por el deterioro de la calidad de vida, la marginalidad y la inseguridad.
Habría que considerar asimismo una suerte de retorno espiritual hacia el sentido de la esperanza. No todo está perdido y aún pueden considerarse caminos por recorrer.
La más reciente victoria, la de Lula, no ha sido fácil. Él hizo un gobierno ostensiblemente favorable a los pobres, modificó las condiciones de vida de millones de brasileños, pero su legado fue destruido por quienes le sucedieron, y especialmente por la corrupción que se instauró a través de empresas brasileñas que entraron en competencia con el capital de la más poderosa nación de la tierra.
Lula gana con una mayoría calificada con un mínimo de 1% frente Jair Bolsonaro, un ultraconservador que apuesta en dirección contra a los presupuestos del Partido de los Trabajadores. Brasil está dramáticamente dividido, y si bien los socialistas se alzaron con la victoria, tienen un fuerte rechazo popular conservador, la clase media alta y los más ricos.
¿Triunfaron las ideas socialistas de un soñador? Habría que verlo. Es la expresión de la mayoría de los pobres que lo ven como una otra oportunidad para mejorar sus condiciones de vida. Entraña para él una enorme responsabilidad de producir cambios verdaderos y sostenibles.
Con Lula cobra vigencia la segunda pregunta: ¿Constituye una respuesta a los fracasos de los gobernantes conservadores o tradicionales? Probablemente sí, pero también es un paso al frente de las tendencias progresistas de la sociedad brasileña, aún con la diferencia pírrica favorable.
Como todos los líderes, Lula tiene su historia. Su victoria es más que un renacimiento ya alcanzado al ser liberado de los cargos políticos que lo condujeron a la cárcel. Él es un verdadero proletario de la industria siderúrgica, que logró superarse por propio esfuerzo, en la comprensión del valor de las ideas, en sostener sistemáticamente un punto de vista de avanzada, pero viable, por las vías formales y mediante el sistema político imperante. Reformas viables para mejorar la vida de la gente; el progreso de la clase media y la vida decente para los más pobres.
Más allá de Brasil
Pero antes de la victoria de Lula, ya el continente ha vivido el triunfo de Gustavo Petro, en Colombia; Gabriel Boric, en Chile; Pedro Castillo, en Perú; Luis Arce, en Bolivia, y antes, Andrés López Obrador, en México, todos con una militancia que se conviene en definir como “progresista”, pero más abiertamente contestataria a los gobiernos tradicionales y conservadores.
Cada uno ha sido elegido en atención a las especificidades de sus personalidades, sus historias, sus países y coyunturas. Es decir, no hay una regla general para afirmar o decir que los triunfos obedecen a una ola u oleada democrática progresista en Sudamericana.
¿Una tendencia?
Los últimos procesos electorales ganados por personas originarias de formaciones contestarias no necesariamente obedecen a una tendencia, aunque efectivamente ha ocurrido. Digamos que suele ser una reiteración en la rueda de la historia. Ocurrió en Centroamérica y dio atisbos similares en el Caribe.
Ya había gobernado Lula a Brasil, en consecuencia, es un político del sistema. También habían gobernado progresistas en Uruguay, con el Frente Amplio, y algo parecido se repitió en Bolivia tras el derrocamiento de Evo Morales y el retorno con Luis Arce. En el siglo pasado algo similar ocurrió en Perú, con los progresismos de los apristas. El Partido Aprista Peruano (PAP), con una visión continental, que luego devino en APRA, Alianza Popular Revolucionaria Americana bajo la orientación de Víctor Raúl Haya de la Torre, inspiró a muchos demócratas de la región, pues se afirmaba como una fuerza de contenido antiimperialista que abogaba por la justicia social. Al paso del tiempo, devino en conservadurismo y la corrupción.
En alguna medida, la primera presidencia de Lula fue igualmente estimulante para la izquierda latinoamericana como un camino pacífico hacia el poder y, de hecho, el Partido de los Trabajadores estableció una amplia red de aliados en el continente con los cuales mantiene lazos de cercanía y solidaridad.
Fue y sigue siendo una suerte de versión alterna al socialismo cubano que por autoritario dejó de ser un referente adecuado para los nuevos tiempos, sobre todo, después que los gobernantes cubanos privilegiaban su permanencia en el poder mediante alianzas convenientes con terceros países, al margen de los propósitos de sus aliados del continente que propugnaban por cambios profundos en sus naciones.
Así lo entendieron los movimientos revolucionarios de Colombia, Venezuela o de la isleña República Dominicana, que tuvieron que despertar con la comprensión de la necesidad de construir su propio camino para presentar programas creíbles a los ciudadanos para la construcción de una nueva sociedad.
¿Qué se quiere?
Lo importante de todo esto es que todos los pueblos del mundo, y Latinoamérica no puede ser excepción, buscan el bienestar social y la seguridad, y es lo que empuja a los ciudadanos a pretender nuevas alternativas, nuevos horizontes para encontrar nuevas respuestas con ese mismo propósito.
En el camino ha habido avances y retrocesos, pero probablemente se encontrarán respuestas adecuadas a esas aspiraciones.
¿Qué hacer?
A Lula, como a los demás “progresistas” ya elegidos, tienen por delante grandes retos. Es donde reside la cuestión. No es solo que escojan a un elemento proveniente de formaciones contestatarias o progresistas, sino que ya en el ejercicio del poder, resulten exitosos, encuentren respuestas a las demandas de las diferentes sociedades. Y no se dejen corroer por el poder que lo corrompe todo.
Si cada nuevo líder progre no hace la tarea, inevitablemente los pueblos volverán a los viejos ciclos, y entonces empezará la otra tendencia, al predominio de opciones conservadores o de derecha, como el patético caso de Bolsonaro.
Se puede incluso llegar a satisfacer o alcanzar logros desde el poder, pero necesariamente, tendrían que ser sostenibles en el tiempo, y que de verdad impliquen cambios en las estructuras económicas y sociales, en la administración y distribución de las riquezas. Que los pueblos descubran que realmente sus apuestas dieron resultados y que lo decisivo no está entre izquierda o derecha, sino entre quienes lo hacen bien o mal, entre quienes estafan el erario y quienes defienden los intereses legítimos de los pueblos.
Buenos elegidos como paradigmas de idoneidad, pero asertivos y valientes también para ejecutar las políticas convenientes a la población. De ejemplo, deberían mirar hacia Venezuela y Nicaragua como oportunidades para evitar los grandes desaciertos en la conducción de las políticas públicas y la buena gobernanza.
En fin, en todos los procesos electivos, más allá de las confrontaciones pretendidamente ideológicas, lo que se ve es que los ciudadanos quieren justicia social, paz, seguridad y libertad.
LOS ELEGIDOS TIENEN UN HISTORIAL DE LUCHA
Lula es un viejo militante sindical y dirigente político de toda una vida, que desarrolló una intensa actividad para ganar el poder por primera vez en 2003.
Andrés Manuel López Obrador es un intelectual y prolífico escritor con una larga carrera, en la cual construyó movimientos y agrupaciones y alianzas desde perspectivas progresistas, hasta alcanzar la presidencia de México en 2018, como el candidato más votado de la historia de esa nación.
Luis Arce fue un burócrata consumado de por vida, que sin embargo descolló durante la administración de Evo Morales en el diseño y ejecución de la política económica y los programas enfocados en mejorar la calidad de vida de la gente. Fue bajo su influjo que la administración de Morales logró liberar de la pobreza al menos el 15% de los bolivianos.
Pedro Castillo, docente, ha sido activista y dirigente gremial de su sector, hasta construir una fuerza propia que lo llevó a vencer en un sorprendente proceso a Keiko Fujimori. Pero ha sido sometido a un asedio permanente que no le ha permitido gobernar.
Gabriel Boric proviene del movimiento estudiantil. Pasó a la política y fue elegido diputado al Congreso. Su elección como presidente fue impresionante, con apenas 36 años, el gobernante más joven del mundo tiene dificultades para satisfacer las aspiraciones de quienes lo escogieron en medio de la gran crisis en que terminó la gestión de Sebastián Piñera. De entrada, ha debido moderar sus posiciones, después de la derrota en el intento por reformar la Constitución.
Gustavo Petro, con una participación precoz en la vida política, se involucra en la lucha armada de su país, en el siglo pasado, en el Movimiento 19 de Abril (M-19), para luego desmovilizarse e involucrarse en la política civil con la Alianza Democrática, a través de la cual ingresa a la Cámara de Representantes. Luego sería senador de la República de Colombia por el denominado Polo Democrático, y sucesivamente crea diferentes formaciones hasta ser catapultado el 7 de agosto como presidente de la nación.
En todos los casos, los progresistas siempre han requerido de la concertación de grandes alianzas, predominantemente de movimientos afines en pro del bienestar y la justicia social.