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miércoles, julio 9, 2025
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Una frontera sin alma: cuando la legalidad se convierte en castigo

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Por Nelson Cuevas Medina

En una inusual pero significativa reunión celebrada el pasado 14 de mayo en la sede del Ministerio de Defensa, el presidente Luis Abinader se sentó con los expresidentes Leonel Fernández, Danilo Medina e Hipólito Mejía para abordar -según se informó- uno de los temas más urgentes de la agenda nacional, y que tuvo que ver con la creciente crisis haitiana y la amenaza que esta representa para la seguridad y estabilidad de la República Dominicana. Días después, el mandatario ha dado continuidad al tema en encuentros individuales con los líderes del PLD y de la Fuerza del Pueblo, a fin de seguir explorando vías de consenso y acción conjunta ante la situación.

Ese encuentro, ampliamente reseñado por los medios, no fue meramente protocolar. Surgió como parte de un esfuerzo deliberado y bien orquestado por parte del Ejecutivo "para construir" un consenso político en torno a la defensa de la soberanía nacional y la urgencia de adoptar políticas firmes -y en muchos casos excepcionales- frente al colapso institucional del país vecino. 

Las reuniones posteriores con los líderes del PLD y la Fuerza del Pueblo reforzaron ese propósito, evidenciando la intención del gobierno de involucrar a los principales actores del sistema político en una estrategia común ante la crisis haitiana.

Según los voceros de los diferentes actores,  "la discusión se centró en el control migratorio, la prevención del ingreso de miembros de bandas criminales haitianas y la urgencia de que la comunidad internacional asuma su responsabilidad, sin delegar en la República Dominicana la carga de una crisis que no le corresponde enfrentar sola".

No obstante, mientras desde el nivel más alto del liderazgo político se habla de consensos y responsabilidad compartida ante la crisis haitiana, en la provincia Independencia -como quizá en otras comunidades fronterizas- se ejecuta una política migratoria que, si bien cuenta con respaldo constitucional y legal, ha sido desnaturalizada hasta convertirse en una operación inhumana.

Las deportaciones de ciudadanos haitianos en situación irregular se llevan a cabo sin protocolos claros, sin respeto al debido proceso y con consecuencias alarmantes, tanto para la economía local como para la dignidad humana. Lo que debería ser un instrumento legítimo de control migratorio se ha desvirtuado hasta convertirse en una práctica arbitraria, donde la legalidad se invoca como escudo, y el "nacionalismo" como excusa para justificar el atropello.

La Dirección General de Migración, junto a otras instituciones del Estado, ha intensificado operativos en comunidades enteras de la zona fronteriza. En la provincia Independencia -como quizás en otras- se realizan detenciones en viviendas, tanto de día como de madrugada, sin verificación previa del estatus migratorio, sin tomar en cuenta vínculos familiares ni la presencia de menores. Muchas personas alegan estar acogidas a la Ley 169-14, pero esto parece irrelevante frente a una lógica de "apresar primero, averiguar después", que termina con decenas de personas subidas a la “camiona”, con apenas lo que llevan encima.

Esta realidad contrasta fuertemente con el discurso oficial. Mientras se promueve un consenso nacional en defensa de la soberanía y se invoca la legalidad como base de la política migratoria, en el terreno se ejecutan acciones que rayan en lo inhumano. El control migratorio se ha transformado en una práctica arbitraria, abusiva y humillante que erosiona los derechos fundamentales.

El Estado dominicano tiene facultades para regular el estatus de los extranjeros. Pero también está obligado a respetar los compromisos internacionales que ha asumido. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 22, establece que "ninguna persona legalmente en el territorio puede ser expulsada sino conforme a una decisión adoptada por ley." Esa disposición se viola a diario.

Entre los rostros de esta tragedia está el de Solimán, un migrante haitiano con más de veinte años residiendo en La Descubierta. Tiene vínculos comunitarios, hijos nacidos en el país -que nunca han pisado Haití- y ha sido deportado varias veces.

*"Cada vez que me mandan, vuelvo de nuevo. Me dejan en Mal Paso y de ahí a cualquier punto de Haití. Camino más de 50 kilómetros para regresar. Paso por los montes, cruzo el río, esquivo patrullas. Si me agarran, hay que pagar, para que te dejen seguir. Pero vuelvo. Aquí tengo mi familia."

Solimán no representa una amenaza ni una “invasión pacífica”, como algunos discursos sugieren. Representa a cientos de personas que han echado raíces en territorio dominicano, muchas con presencia legal o tolerada. Otras huyen de una violencia incontrolable. Pero deportarlas sin evaluar su situación perpetúa un ciclo cruel de expulsión y retorno que no resuelve nada.

Y esto no es sólo un asunto migratorio. Es también un problema de corrupción. La frontera no está controlada porque a ciertos sectores no les conviene controlarla. El ingreso irregular alimenta redes mafiosas informales de ambos lados y militares que cobran sobornos para permitir el paso. Luego, los mismos actores encabezan redadas que presentan como logros. Un círculo vicioso y perverso que beneficia a pocos y castiga a los más vulnerables.

El impacto de esta política inhumana se siente en múltiples frentes. En un solo liceo de Independencia, más de 200 adolescentes abandonaron la escuela, ya sea por la deportación de sus padres o por miedo a ser detenidos. Algunos intentaron protegerse con certificados escolares. Otros, simplemente desaparecieron.

Los mercados binacionales, algunos informales, motores económicos de la frontera, están semivacíos en los días indicados. Las ventas se desploman por el temor a los operativos. Lo mismo ocurre en la agricultura, la construcción y el trabajo doméstico, donde sectores históricamente sostenidos por la mano de obra haitiana, hoy están paralizados.

El enfoque debe cambiar. Las autoridades deben concentrarse en impedir la entrada de verdaderas amenazas, bandas criminales armadas que podrían buscar refugio en el país ante una eventual intervención internacional. No se trata de criminalizar al migrante pobre y desarmado, sino de establecer mecanismos eficaces, sostenibles y justos. 

No se trata de eliminar las deportaciones. Se trata de humanizarlas. De garantizar el debido proceso. De distinguir entre quien debe salir y quien tiene derecho a quedarse. De actuar con firmeza contra la corrupción en los controles migratorios. También urge exigir una respuesta seria de la comunidad internacional. Esta crisis no puede seguir siendo enfrentada en solitario. Y de poner fin a los operativos nocturnos que violentan derechos fundamentales.

La ley debe aplicarse, sí. Pero sin perder la parte humana en el intento.

Una nación democrática no puede ejecutar políticas públicas que destruyen familias, muchas de ellas formadas por uniones entre dominicanos y haitianas con hijos nacidos en suelo nacional. Estas acciones generan miedo colectivo, vulneran derechos y deterioran la cohesión social. La República Dominicana no necesita más redadas. Necesita institucionalidad, humanidad y una política migratoria coherente, que defienda la soberanía sin sacrificar la dignidad.

Porque si la defensa de la frontera implica anular al otro sin conocer su historia, entonces no estamos resguardando la nación, sino traicionando los principios sobre los que se construyó. Ninguna protección legítima puede ejercerse a costa de los valores éticos y humanos que la definen.

 

Nelson Cuevas
Nelson Cuevas
Periodista - Dirigente comunitario. Lic. en Educación, Lic. en Derecho, con Maestría en Derecho Civil y Procesal Civil Contemporáneo. Con estudios en Manejo de Areas Silvestrea y Areas Protegidas, en la Universidad Estatal de Colorado, EE.UU.

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