¡Qué se haga justicia!
Desde que Jean Alain Rodríguez fue designado como jefe del Ministerio Público todas las personas con alguna mínima capacidad de análisis político percibimos que se trataba de un movimiento de fichas, por parte del entonces presidente Danilo Medina, destinado al encubrimiento de los principales implicados en los casos de corrupción vinculados al escándalo Odebrecht.
Esa misión fue bien cumplida. Se configuró un expediente acusatorio contra varios legisladores, incluyendo a líderes de la oposición. El propósito era desviar la atención y repartir culpabilidades para embotar la fuerza de la poderosa ola de protesta que reclamaba justicia contra los corruptos y el fin de la impunidad.
Mientras en muchos de los países de la región “rodaban las cabezas” de los funcionarios implicados en actos corruptos, incluyendo a varios presidentes y expresidentes, en la República Dominicana se articuló una cortina de humo para esconder las evidentes complicidades del más alto nivel del gobierno con las operaciones de la poderosa constructora brasileña, que tenía oficinas en el Palacio Nacional.
Esta maniobra llevó a la ciudadanía a considerar que el aparato judicial y el Ministerio Público del país habían tocado fondo en su largo y vergonzoso proceso de degradación moral e institucional. Sobre ese creciente sentimiento ciudadano, basta recordar el valeroso acto de protesta de los jóvenes del Falpo, que lanzaron materia fecal a la fachada del edificio que alberga a este poder del Estado, lo que tuvo como respuesta la prepotencia y represión contra los participantes en aquel acto simbólico.
Lo que no imaginábamos, en ese momento, era la estructura mafiosa que se había instalado en la oficina del principal ejecutivo del Ministerio Público. En un acto insólito de tigueraje, en medio de toda una escalada de protesta a nivel de la región y del país, el Procurador General de la República dedicó sus escasas neuronas a montar una estructura de extorsión y sobornos, precisamente los delitos que debió perseguir.
La desfachatez de este energúmeno es tan insultante que, al parecer, convencido de que no tendría que dar explicaciones de sus acciones, llegó a los extremos de “ganar dinero” hasta con la contratación de alimentos podridos para los presos, obviando su responsabilidad de hacer valer los derechos humanos de las personas privadas de libertad.
Tiene suerte este personajillo de que la magistrada que le relevó en el cargo es una profesional comprometida con la dignidad de las personas, aun de aquellos que, como él, insultan la condición humana, porque a sujetos como ese, que actualmente guarda prisión en uno de los centros carcelarios del país, no le vendría mal darle a beber una porción de su propia medicina. Una dieta de comida podrida y una estadía en las celdas pocilgas que sus actos mafiosos impidieron que se adecentaran serían un acto ejemplarizante, si tuviéramos un sistema en el que fuera válido el castigo de acuerdo con el daño causado, según la máxima de “ojo por ojo”.
A largo de la historia, la delincuencia de cuello blanco ha utilizado el poder para enriquecerse impunemente mediante todo tipo de marrulla corrupta. Ya era hora de que saliera a la luz la podredumbre. ¡Qué se haga justicia!