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martes, diciembre 2, 2025
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Lenguaje inclusivo: Herramienta del proceso integral enseñanza-aprendizaje

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En la palabra comienza la igualdad, y en ella debe apoyarse todo proceso enseñanza-aprendizaje. El lenguaje, aunque parezca frágil, tiene la fuerza de transformar realidades: al nombrar, se reconoce; y al reconocer, se dignifica. Integrar el lenguaje inclusivo en el discurso es afirmar que la justicia social también pasa por la palabra.

Por Rafael Méndez

El lenguaje inclusivo es mucho más que una forma de hablar: es una herramienta política, pedagógica y cultural que busca nombrar y visibilizar a todas las personas en su diversidad. Durante siglos, el masculino gramatical se impuso como neutro y abarcador, pero en realidad invisibilizó a la mitad de la población, relegando al ser femenino a un lugar secundario. Nombrar solo a uno de los géneros es dejar al otro en la sombra; en cambio, nombrar a todos y todas, o emplear términos neutros, abre caminos hacia la igualdad.

No se trata de una moda ni de un capricho gramatical, es el resultado de una larga lucha por desmontar estructuras patriarcales instaladas en la lengua y en la cultura. El lenguaje, aunque parezca frágil, tiene la fuerza de transformar realidades: al nombrar, se reconoce; y al reconocer, se dignifica. Cuando se usa “padres” para referirse también a las madres, o “niños” para incluir a las niñas, se refuerza una visión parcial que normaliza la desigualdad. El lenguaje inclusivo propone un cambio sencillo pero profundo: decir padres y madres, niños y niñas, maestros y maestras. De esa forma, cada persona se escucha en la palabra del otro, y se afirma como sujeto de pleno derecho.

Conviene distinguirlo del llamado lenguaje neutro, porque mientras este busca fórmulas que eviten el uso del género, como “infancia” en lugar de “niños y niñas”, el inclusivo no evade la diferencia, sino que la visibiliza. Tampoco se limita a lo lingüístico: implica una transformación de las relaciones humanas, porque el modo en que hablamos moldea la forma en que pensamos y nos vinculamos.

En el ámbito educativo, su valor es estratégico, debido a que la escuela es el primer escenario donde niños y niñas, además de aprender los contenidos, también conocen las formas de mirar y nombrar el mundo. Si desde temprana edad se les enseña a hablar de manera inclusiva, se siembra la idea de que hombres y mujeres, padres y madres, tienen igual valor. En la palabra comienza la igualdad, y en ella debe apoyarse todo proceso enseñanza-aprendizaje.

Breve historia del lenguaje inclusivo

La preocupación por cómo el idioma refleja desigualdades tiene más de un siglo, y aunque el concepto de lenguaje inclusivo es reciente, durante siglos, el masculino se asumió como “universal”: se hablaba del hombre para referirse a la humanidad, de los padres para incluir a las madres o de los niños para incluir a las niñas. Esa práctica se legitimó en la gramática y en la cultura, reforzando la idea de que lo masculino era la medida de lo humano.

El cuestionamiento emergió con las luchas feministas del siglo XX, que cuando se advirtió que el masculino genérico invisibilizaba a las mujeres y se propuso el desdoblamiento, niños y niñas, padres y madres, o el uso de términos neutros, infancia, personal docente. Con el tiempo, esta reflexión se extendió al terreno educativo, político y mediático. 

En América Latina, el debate se fortaleció con la pedagogía crítica y los movimientos progresistas que denunciaron el carácter ideológico del lenguaje: si una palabra excluye, enseña a excluir; si nombra solo a uno, borra a los demás.

Incluso en procesos revolucionarios como el cubano, donde Fidel Castro y Ernesto Che Guevara hablaban del “hombre nuevo”, no había una intención machista. En su práctica política, la mujer fue reconocida como protagonista de la Revolución, aunque la sensibilidad lingüística inclusiva no se había desarrollado aún. Aquella omisión respondía a su época, no a su visión emancipadora. Hoy, el lenguaje inclusivo hereda ese impulso transformador y lo traslada al terreno simbólico.

Nombrar es reconocer

Nombrar nunca es un acto inocente. Quien nombra otorga existencia y legitimidad, y por eso, cuando en una reunión escolar se dice “nosotros los padres”, una madre puede sentirse implícitamente excluida. Cuando una maestra llama “niños” a todo su grupo, las niñas perciben que no son el centro del discurso. Esa ausencia simboliza y perpetúa una desigualdad más profunda. 

El lenguaje inclusivo parte de una premisa sencilla: nombrar es reconocer, y reconocer es dignificar. En la escuela, cada palabra cuenta. Cuando la niña se escucha nombrada, cuando la madre se oye convocada en igualdad, se construye ciudadanía. Por eso el lenguaje inclusivo no debe verse como imposición, sino como acto de justicia simbólica y pedagógica. Es un paso necesario para formar generaciones que comprendan que la equidad empieza por el respeto, y que el respeto también se expresa al hablar. En definitiva, nombrar es reconocer, y reconocer es construir dignidad.

Resistencia al cambio

Se establece la premisa de que el lenguaje nunca es neutral, y que, además, refleja estructuras de poder y transmite visiones del mundo que con el tiempo se naturalizan. Durante siglos, el patriarcado moldeó las palabras para situar al hombre como centro y medida universal, relegando a la mujer a la periferia. Nombrar en masculino se volvió norma; desdoblar o buscar alternativas, una rareza.

Por eso muchos defienden aún que hablar del “hombre” o del “padre” incluye a todos y a todas, sin percibir que esa supuesta neutralidad encubre una jerarquía, y que detrás de esa defensa se oculta una concepción ideológica que teme perder privilegios. La religión ha contribuido a reforzar ese esquema: en la tradición cristiana, la mujer fue apartada de los espacios de poder, y el lenguaje se encargó de justificarlo. En otros contextos, como en sociedades musulmanas, la exclusión llega a extremos en los que la voz femenina ni siquiera puede ser escuchada en público.

El lenguaje inclusivo, al cuestionar estas normas, toca fibras sensibles: no solo modifica la gramática, altera los cimientos culturales. Por eso provoca tanta resistencia, ya que desafía una estructura que durante siglos se presentó como natural, y al hacerlo, impulsa una revisión más amplia sobre la igualdad, la justicia y la libertad.

El lenguaje inclusivo encontró en la izquierda y el progresismo un terreno fértil. No nació en las revoluciones del siglo XX, pero sus raíces se nutren del mismo ideal de emancipación. Las nuevas generaciones progresistas comprendieron que la igualdad no solo se conquista en el terreno económico o político, sino también en el simbólico. Por eso, integrar el lenguaje inclusivo en el discurso es afirmar que la justicia social también pasa por la palabra.

Hoy, expresiones como “pueblo trabajador” en lugar de “los trabajadores”, o “comunidad educativa” en vez de “los maestros”, buscan reconocer la diversidad de actores que componen la realidad social. Al hacerlo, la izquierda amplía su lucha a la dimensión cultural, enfrentando las formas sutiles del machismo, el sexismo y la exclusión que perviven en el lenguaje. Hablar de manera inclusiva es, entonces, una forma de resistencia simbólica. Es afirmar que nadie debe quedar fuera del relato colectivo, y que la igualdad no solo se escribe en las leyes, sino también en las palabras con que nos contamos.

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