Por Rafael Céspedes Morillo
La niebla no se quería ir. Parecía esperar a alguien o algo. Dos días y aún seguía allí, evitando que se pudiera caminar con seguridad. Era tan baja que se podía tocar; los niños saltaban tratando de agarrar un puñado de ella, pero se les escapaba entre los dedos, decían ellos.
Sin embargo, Cristina y Roberto no tenían paz y no le prestaban atención a eso. Su preocupación era inmensa: Robertico no respondía a los medicamentos. La fiebre le subía cada vez más, y los escalofríos le sacudían todo el cuerpo. Apenas habían pasado unas horas desde que llegaron del hospital, pero no había ninguna mejora.
—Vamos a darle la tisana que preparaba la abuela Carmen, quizás eso lo mejore —dijo Cristina. Se movió hacia el rincón de la casa que les servía de cocina. La vieja estufa todavía funcionaba, con dificultad, pero lo suficiente para hervir el sumo aromático que más que una tisana, se convertía en una esperanza de salud para el enfermito y sus padres.
Robertico cumpliría ocho años en dos meses, pero había pasado la mayor parte de su corta vida enfermo. Apenas se recuperaba de una cosa cuando caía con otra.
—Ese muchacho nació con el pie izquierdo primero. No sale de una. Ojalá y lo logre otra vez —comentaban los vecinos que sabían de la situación.
Doña Margarita, una de las más ancianas del barrio, escudriñaba todo lo que sucedía a su alrededor. Había visto muchas cosas en ese lugar. Era acuciosa y muy creyente.
—Quién sabe si a esa familia le echaron una maldición, y fue en el niño donde se posó. Mira que esa niebla lleva más de tres días sin moverse. Esa niebla vino a buscar a Robertico —decía Margarita a otras vecinas, bajo el destartalado techo de lo que alguna vez fue una bella terraza, pero que ahora parecía a punto de desplomarse.
Por alguna razón, relacionaban la enfermedad de Robertico con esa inamovible niebla que arropaba al barrio como una gran sábana. Para ellas, aquello era una señal de que algo malo estaba por suceder.
—Eso no es obra de los buenos espíritus. Eso viene de otro lado. ¿Quién sabe de dónde viene esa familia y qué están pagando? —añadió Margarita.
—¡No diga eso, Margarita! ¡Esa es una buena familia! —respondió Lulú—. Solo que, a veces, esas cosas pasan.
—Así es, pasan, pero hay que detenerse a ver el porqué. Y eso es lo que no hacen muchos: no piensan en que lo que sucede hoy puede ser fruto de lo que hicieron ayer.
—Bueno, a decir verdad, lo que he escuchado es que ellos son de una loma del sur. Vinieron aquí buscando una vida mejor, pero dicen que ella practicaba brujería y que él también, que eso los unió y por eso crearon esa familia. Son muy herméticos, como si no quisieran que nadie supiera de su pasado. Por eso no se relacionan mucho. Pero, en este mundo, todo se sabe. Que Dios tenga misericordia de ellos, y en especial del niño, que al final no tiene culpa de lo que hayan hecho sus padres.
—Eso es cierto. Aunque no podemos olvidar lo que dice la palabra de Dios: Él visita la maldad de los hombres hasta la cuarta generación. Justo o injusto, así está escrito. En el transcurso de la conversación, vieron a Cristina y Roberto salir casi corriendo, con el niño en brazos.
La madre sollozaba mientras acompañaba al padre. Se perdieron en la distancia. Las vecinas hicieron gestos de oración al cielo y se separaron.
En el hospital, le entregaron un ticket al padre, que se sentó en el pasillo que servía como sala de espera. Había una docena de madres y padres con niños en brazos, todos aguardando ser llamados para la consulta. Una enfermera salió y dijo:
—Veintinueve.
Una madre, con un niño en brazos, se levantó. Roberto también se puso de pie y le dijo a la enfermera:
—Mi hijo está muy grave. Atiéndame, por favor.
—Todos están aquí por lo mismo. Espere su turno.
Roberto miró el ticket: decía 34. Desconsolado, se volvió a sentar. Unos minutos después, el niño murió en sus brazos. Roberto miró nuevamente el ticket y dijo: —Por lo menos numeran las muertes.