De: Rafael Céspedes Morillo
Por anochecer…
…Desde esta mañana está en el alero de la cocina, ni ha comido. Parece que está enfermo. Su cara de alegría ha desaparecido y ahora se le ve triste, como si llevara una pesada carga en sus hombros.
Cundo se acercó al perro, quien lo miró con ojos húmedos y apenas levantó la cabeza. Al comprender que su fiel amigo estaba muy mal, le preparó un purgante y, con esfuerzo, logró que se lo tomara.
Luego lo cubrió con un viejo saco y se marchó con el corazón apesadumbrado.
Niní vino a avisarle que la cena estaba lista, y los tres se sentaron a la mesa. La escena, la misma cada día, parecía una estampa congelada en el tiempo: los mismos lugares, los mismos platos y los mismos jarritos con agua de lluvia, recogida en grandes recipientes bajo el alero.
—Mañana no iré temprano al conuco. Seguramente Boca Negra habrá muerto, y debo darle entierro. No puedo permitir que otros animales se lo coman. Merece un buen entierro.
—Pero lo vi bebiendo el purgante que le diste. Quizá se recupere — respondió Niní.
—No creo. Lo vi muy mal. Creo que hemos perdido a Boca Negra.
Al día siguiente, como siempre, un rayo de sol entró sin permiso en la habitación y Cundo murmuró: "Aquí está este, alumbrando y molestando para invitarnos a trabajar."
—Niní, ve y cuela el café. Hoy tengo una siembra importante. Los compadres van al conuco y haremos un convite para sembrar yuca.
Cuando Cundo salió del rancho, lo primero que hizo fue buscar a su perro. Boca Negra, al verlo, comenzó a mover la cola con entusiasmo. Cundo sonrió y se lanzó al suelo a acariciarlo.
Su amigo Boca Negra había vomitado algo oscuro y profuso durante la noche, pero ahora parecía estar mejor. Aliviado, le dio un poco de agua y comida.
—Qué bueno, Boca Negra, que te quedaste conmigo —le dijo, mientras el perro se acomodaba para descansar.
Cundo se sentó a la mesa y tomó su café, preparado como a él le gustaba.
—¡Mujer, este café está medio amargo! Ponle más azúcar.
Luego de un par de sorbos, añadió: -Ahora está muy dulce. Ponme un poco más de café.
Niní sonrió y le siguió el juego sin decir nada, mientras Lucrecia reía en silencio, sabiendo también el truco de su abuelo para seguir tomando café.
—Me voy al conuco —anunció Cundo—. Hoy somos siete, así que trae comida abundante.
Niní asintió, y Cundo, después de lanzarle un último vistazo a Boca Negra, partió hacia el conuco, el lugar que le daba vida.
Niní lo miró alejarse, como si fuera la última vez. No importaba si llovía o hacía sol, siempre lo miraba con nostalgia.
—Un día como ayer, igual que mañana, si no fuera por el convite… —murmuró la abuela.
—Abuela, ¿qué es un convite? —preguntó Lucrecia.
—¿Un convite?… Es como deberían ser los pueblos —respondió Niní, mientras ambas se dirigían a la cocina—. Ven, vamos a cocinar, y te lo explicaré.
Fin