Por Rafael Céspedes Morillo
Cundo, junto a Martín, Zacarías, Julián, Esteban, Porfirio y Manolo, formaban una cofradía. En ese grupo había una mezcla de relaciones cultivadas por los años, heredadas de sus progenitores, porque entre ellos había primos, compadres, cuñados y vecinos.
Cada uno cultivaba su propio predio agrícola, de donde obtenían el sustento para sus familias. Eran diferentes en temperamentos y en los tipos de cultivos, pero a la hora del trabajo eran como uno solo.
Se unían para las faenas, intercambiaban días: "hoy por ti, mañana por mí". Así lo hacían, así se ayudaban unos a otros. Discutían sobre cualquier cosa, pero sin llegar a la pelea. Aunque a veces eran algo fogosos, sin necesidad de acuerdos, explícitos tenían un límite, y eso les ayudaba a no tener problemas graves.
Sabían hasta dónde llegar en las discusiones, sobre todo en dos temas: el béisbol y la política. Cundo, Manolo y Martín eran apasionados aguiluchos; Zacarías y Julián, discutidores escogidistas; mientras que Porfirio y Esteban habían heredado su amor por el Licey de su abuelo Pancho.
Sus temperamentos y formas de ser eran totalmente diferentes: unos eran chistosos, a otros no les gustaban los chistes, especialmente aquellos de mal gusto o doble sentido. Algunos preferían los cánticos y hablar de las cosechas.
Sin embargo, tenían la disposición de quererse, y eso les ayudaba a sobrellevarse sin mayores problemas. Julián, por ejemplo, no solo disfrutaba cantar, sino que, de vez en cuando, agarraba su machete y lo usaba como acompañante en el baile. Era jocoso verlo bailar abrazando su herramienta de trabajo, lo que hacía reír a los demás. Zacarías, el más serio del grupo, le decía:
—En vez de bailar, ponte a trabajar.
—Zacarías, ¡diviértete! No seas tan aburrido, que se te pasa la vida sin gozar, esperando lo que nunca llega. La felicidad está en ti; no la busques en los demás. Si quieren, que se sumen; yo, mientras tanto, a bailar y a gozar mientras me quede ánimo —respondía Julián.
Manolo, quien además hacía de médico en el campo, sabía poner inyecciones y curar males menores. Aunque no podía dejar de cultivar, se le tenía mucho respeto, porque sus servicios eran gratuitos. Si alguien quería darle algo, lo aceptaba, pero jamás cobraba. Sus "pagos" solían ser una gallina, un racimo de plátanos, café en grano y, a veces, algunos huevos. En esos tiempos y lugares, esas eran las monedas de cambio.
La sensatez era una forma de vida para Manolo. En el conuco no era el más eficiente, pero era quien sabía poner las cosas en su lugar cuando era necesario. Lo hacía sin tapujos ni rodeos, pero con claridad y sentido común. Cuando Manolo hablaba, todos guardaban silencio. Era como si dijeran: "A callar, que Manolo va a hablar".
Sus compañeros solían formularle preguntas sobre cómo veía determinadas situaciones. Jamás dejó de responder alguna, y a veces acompañaba sus palabras con una frase que había hecho suya, aunque desconocía su origen:
—El que pregunta espera respuesta; allá usted si sabe darla. Porque es mejor un ‘no’ sincero que un ‘sí’ falso.
Algunos lo llamaban "el filósofo" porque siempre buscaba dejar una enseñanza. Sus respuestas no solo resolvían la pregunta, sino que podían servir para muchas otras. Manolo era el armador del grupo decía: —Si estamos unidos en voluntad y acción, somos invencibles. Eso es lo que debería hacer el pueblo: convertirse en un convite nacional, accionar para que todos trabajemos para todos, sin importar si se trata de sembrar yuca, aguacate o plátanos.
Lo mismo debería aplicarse al votar por un presidente, un alcalde o un senador. Si el pueblo entendiera que los convites son la solución, no seríamos una nación dividida; seríamos una nación triunfadora.
Ahí salía Julián con una de las suyas:
—Pues eso merece un cántico. Y de inmediato comenzaba a cantar:
—Eso que dice Manolo, a nosotros nos conviene, porque así, uno seremos todos, y no que todo sea de uno. Eso me recuerda los atabales donde Pablo y Eudocia siempre estaban contentos;
Marcia, que nunca decía que no para ayudar; Virgen, siempre presta para colaborar; y la gran bailadora Felipa, que disfrutaba cantar. Para ella, cualquier cosa era buena excusa para, cuchara en mano, expresar sus mejores coplas con un "¡Por ahí fulana va!", mientras las demás la seguían. Así, entre cánticos y alegría, solucionaban sus "pleitos".