Por Nelson Cuevas Medina
A lo largo de la historia contemporánea de la República Dominicana, el deseo vehemente y desmedido por acumular riquezas -es decir, la codicia- ha sido un sello indeleble del accionar político. Más que una simple característica negativa, este antivalor se ha enraizado en la médula del sistema político nacional, convirtiendo al Estado en el botín de guerra en cada cambio de gobierno, y al ciudadano en un rehén más de un ciclo que nunca se detiene.
La Real Academia Española define la codicia como un afán excesivo de riquezas. Este término, aparentemente sencillo, -en realidad no lo es, – encierra una realidad cruel en nuestro país: la política no se ejerce como vocación de servicio, sino como trampolín para el enriquecimiento personal de unos pocos. Es esta patología social la que ha pervertido la razón de ser del ejercicio público y la cada vez más la falta de credibilidad de una sociedad a la que debe respetarse.
Todo esto tuvo su punto cumbre desde la era Trujillo, donde el “paso a la democracia”, dejó un legado de herencia de la apropiación de los bienes del pueblo. La dictadura de Rafael Leónidas Trujillo marcó el inicio en el siglo pasado con la instauración de un régimen donde el país se convirtió literalmente en una finca personal, un legado que no ha sido destruido con su ajusticiamiento. Muy por el contrario, la idea de que el poder es un medio “legítimo” para apropiarse del bien común ha sido reciclada -y perfeccionada- por los partidos, políticos y dirigentes corruptos que han gobernado la República en las últimas décadas, o han ocupado puestos de relevancia en el tren gubernamental.
Desde la instauración de la democracia formal, cada partido que ha ascendido al poder ha reproducido, con matices, la lógica patrimonialista del trujillato. El Estado ha sido visto, no como una plataforma de desarrollo colectivo, sino como una piñata, donde ministerios, direcciones generales, consulados y contratos públicos son el botín que se reparte entre los pocos “compañeros” que hicieron campaña y que invirtieron con fines de acumular riquezas.
Estamos ante una codicia que no tiene ideología. No hay colores ni consignas que salven a muchos “dirigentes” de este apetito desbordado. El Partido de la Liberación Dominicana (PLD), que gobernó por casi dos décadas, no logró ocultar los escándalos que salpicaron todas sus gestiones. Los expedientes que se conocen en la justicia de varios de sus connotados dirigentes y exfuncionarios no dan lugar a dudas. El ascenso del Partido Revolucionario Moderno (PRM), enarbolando una bandera de cambio y la anticorrupción, ha demostrado también que el virus de la codicia no respeta programas ni promesas. Y qué decir de los partidos pequeños, que funcionan como bisagras en los pactos electorales, vendiendo su cuota de poder a cambio de migajas presupuestarias y posiciones negociadas en la sombra.
Cada cuatro años asistimos al mismo espectáculo: un desfile de aspirantes que invierten sumas cuestionables en su carrera política, no por vocación, sino por retorno. Es decir, entienden la política como inversión, no como servicio a la nación. Y quien invierte, espera recuperar. Por eso, no debe sorprendernos que, al asumir una posición pública, se actúe como si se hubiese ganado un derecho absoluto sobre los recursos del Estado. Alguno ha llegado hasta a hacer jurar al presidente que lo nombraría en una función del Estado, un hecho inaudito que llamó la atención de muchos.
Ese sistema de impunidad que se manifiesta al servicio de la codicia no solo se expresa en la toma del poder, sino en la forma en que se protege una vez este se alcanza. Cuando cambia el gobierno, afloran las auditorías, las investigaciones y las promesas de justicia. Pero rara vez se traduce en sanciones reales. Las instituciones de control -en teoría garantes del orden legal- suelen estar dominadas por la misma lógica de lealtades partidarias, lo que impide que la codicia sea frenada por un efectivo régimen de consecuencias.
¿Quién teme ser procesado cuando el sistema judicial está también condicionado por los pactos de impunidad? La justicia, en este contexto, se convierte en un instrumento selectivo, donde se castiga a los caídos o a los “traidores”, pero se protege a los leales durante el ejercicio del gobierno, aunque las pruebas sean abrumadoras.
No se trata solo de dirigentes individuales. La codicia política se ha convertido en la norma operativa del sistema. En cada municipio, en cada demarcación, surgen “líderes” espontáneos que buscan insertarse en la nómina del Estado, no para transformar realidades, sino para asegurarse de que el próximo, a raíz de su participación activa del ciclo electoral les encuentre con lo previsto, un espacio donde pueda acumular riquezas.
La República Dominicana, por tanto, vive bajo un sistema donde el acceso al poder es sinónimo de acceso a la riqueza. Donde el bien público es confundido con patrimonio personal. Donde la codicia ha dejado de ser una desviación moral para convertirse en el motor estructural de la política.
Estamos ante una nación que merece más. Mientras los recursos del Estado son saqueados sistemáticamente, las evidencias, y la percepción ciudadana lo delatan cada día, millones de dominicanos carecen de servicios básicos, de educación de calidad, de hospitales dignos, de seguridad pública. La codicia de unos pocos asfixia el presente y el futuro de todos y de todas los que merecemos vivir en un estado de honestidad y transparencia en el ejercicio público.
Romper este ciclo implica algo más que cambiar de partido en el poder. Implica desmontar un modelo cultural, político e institucional que ha normalizado la apropiación del Estado. Es necesario construir un país donde el liderazgo no se mida por la capacidad de acumular favores ni dinero, sino por la integridad con que se sirva a la nación.