Por Octavio Santos
Santo Domingo. – Cuando el Gobierno dominicano anunció en febrero de 2022 la ampliación del Kilómetro 9 de la autopista Duarte, lo vendió como el principio del fin de los tapones. Se prometió una solución moderna, eficiente y rápida para uno de los cuellos de botella más famosos del país. Tres años, dos ministros, cinco anuncios de entrega y decenas de excusas después, la obra avanza a tropezones y se ha convertido en el mejor ejemplo de cómo la improvisación y la ineptitud pueden convertir una promesa en un chiste nacional.
El gran anuncio
El 22 de febrero de 2022, rodeado de cámaras y micrófonos, el entonces ministro Deligne Ascención prometió la entrega de la ampliación del Km. 9 de la Duarte en apenas 10 meses. Se trataba de un proyecto de RD$900 millones que aumentaría los carriles de 8 a 14, agilizando el tránsito de los 180 mil conductores de vehículos que diariamente maldicen la congestión de ese tramo.
La puesta en escena no pudo ser más rimbombante: “Esta será una obra emblemática, una solución definitiva al caos del Kilómetro 9”, dijo Ascención, sin saber que sus palabras quedarían sepultadas bajo capas de asfalto, excusas y un proceso constructivo que se alargó como un chicle bajo el sol caribeño.
En ese momento, el país respiró aliviado. Los usuarios de la carretera Duarte creyeron, por un segundo, que en menos de un año dejarían de vivir la pesadilla diaria de atravesar ese infierno de concreto. Nadie se imaginaba que, años después, la ampliación sería un monumento en honor a la desorganización y el descaro institucional.
La realidad: tres años, muchos anuncios y poco avance
La primera prórroga llegó casi sin pedir permiso. Al poco tiempo, ya el plazo de 10 meses era una broma cruel. Las excusas comenzaron a desfilar: “que si las lluvias, que si el alto flujo vehicular, que si los comerciantes informales, que si la terminal de guaguas, que si Antonio Marte estaba en conjunción con Saturno…” Todo servía para justificar por qué la obra no avanzaba.
En junio de 2023, el propio ministerio de Obras Públicas admitía que el avance era de apenas un 60%. ¿La razón?: “Es una obra compleja, hay que trabajar sin detener el tránsito”, repetían los funcionarios, como si esa realidad no se hubiese conocido desde el primer día. Mientras tanto, los conductores seguían esquivando hoyos, maquinaria y obreros que parecían moverse en cámara lenta.
No faltó el día en que, en plena hora pico, las excavadoras bloqueaban la vía y los agentes de tránsito, superados, intentaban mantener el orden a punta de silbato y resignación. La ampliación, que debía ser una solución, se convirtió en el principal generador de tapones.
Las promesas incumplidas, versión remix
Lo que vino después fue un rosario de anuncios y plazos rotos. En mayo de 2024, el viceministro Roberto Herrera Polanco prometió que en 90 días la obra estaría lista. “¡Esta vez sí!”, decían los titulares. Pero el tiempo pasó y el único cambio visible fue el avance de los vendedores ambulantes, que parecían tener más logística que la propia constructora.
En septiembre de 2024, el ministro Deligne Ascención volvió a salir en televisión y prometió que el Kilómetro 9 estaría terminado “en tres, cuatro o cinco semanas, lo máximo”. Incluso, hizo un recorrido con la prensa para mostrar “los grandes avances”. Se abrieron ocho nuevos carriles, sumando 14 en total, pero el ministro fue claro: “Faltan solo detalles de paisajismo”.
La cruda verdad es que, mientras los carriles se abrían de manera provisional y a “la buena de Dios”, quedaban pendientes temas básicos: la colocación de muros, la terminación de la isleta de la avenida Gregorio Luperón, el asfaltado, la señalización, la iluminación y, por supuesto, la definición de qué hacer con la eterna terminal de autobuses.
La terminal de guaguas: el nudo gordiano de la obra
Si algo ha simbolizado la incapacidad de las autoridades para gestionar la ampliación, ha sido el manejo de la terminal de autobuses ubicada en ambos lados de la vía. Originalmente, la solución era clara: demoler y reubicar la terminal, propiedad del senador y empresario Antonio Marte, para dar paso a la obra vial. Pero en la práctica, la terminal sigue ahí, desafiando a ministros, ingenieros y hasta a la lógica.
Hubo acuerdos, “propuestas de solución”, anuncios de traslado “temporal”, promesas de construir una estructura metálica provisional y hasta la compra de terrenos cercanos para un terminal definitiva. Pero la realidad es que la parada sigue donde siempre, y el Gobierno ha tenido que adaptar la obra a su presencia, comprometiendo el diseño original.
Los usuarios del transporte y los vecinos de la zona han sido testigos de una comedia de enredos digna de una telenovela o quizás una serie interminable. Lo único que avanza es el tiempo, mientras los problemas siguen sin resolverse.
La obra abierta, pero inconclusa
Para septiembre de 2024, el Gobierno abrió los 14 carriles, un alivio temporal para el flujo vehicular, pero la historia está lejos de terminar. Los detalles pendientes seguían multiplicándose: faltaba iluminación en varios tramos, la señalización era insuficiente, el asfalto tenía desniveles y baches, y los muros divisores brillaban por su ausencia.
Por si fuera poco, la acumulación de basura y escombros, y la presencia de personas en situación de calle bajo los puentes, completaban el cuadro de desidia. Mientras tanto, el viejo puente peatonal lucía deteriorado y el nuevo aún estaba en proceso de construcción.
El resultado: una obra abierta a medias, donde la seguridad vial es una sugerencia y la comodidad del usuario depende de su capacidad para esquivar obstáculos.
Las explicaciones oficiales: la culpa es del tránsito
Las autoridades han insistido una y otra vez en que el principal obstáculo ha sido el altísimo flujo de vehículos: 180 mil diarios, como si fuera un dato desconocido al momento de diseñar la obra. A esto suman las lluvias, los problemas sociales, los comerciantes, el clima y todo lo que permita diluir responsabilidades.
Mientras tanto, la ciudadanía asiste a este espectáculo de improvisación y desorden con una mezcla de resignación y rabia. La obra, que prometía ser la solución definitiva, la muestra de modernidad, es ahora el símbolo de la incapacidad para planificar y ejecutar proyectos públicos con eficiencia.
El legado de la ampliación
A julio de 2025, el Kilómetro 9 sigue en proceso de “terminación”, aunque ya se usa parcialmente. Los titulares en los medios de comunicación cambiaron del entusiasmo al sarcasmo. Lo que debía estar listo en 10 meses lleva más de tres años y la lista de detalles pendientes crece cada semana.
La ampliación del Km. 9 ya es un monumento, pero no al desarrollo ni a la modernidad, sino a la ineptitud. Un recordatorio de cómo las mejores intenciones pueden naufragar cuando las ejecuta un gobierno incapaz de imponerse sobre intereses particulares, incapaz de planificar a largo plazo, incapaz de cumplir lo que promete.
La imagen más clara de este desastre es la de los obreros trabajando en drenajes que quedan por encima del nivel de la calle, en medio de charcos y basura, con el tráfico zumbando al lado. Una postal de lo que es capaz el país cuando mezcla la improvisación, la falta de supervisión y la indolencia.
¿Habrá algún día corte de cinta?
Con un nuevo ministro a cargo, Eduardo Estrella, el gobierno promete ahora que la obra será entregada “en el menor tiempo posible”. Pero ya nadie se atreve a poner fecha. Después de tantas promesas rotas, la gente prefiere esperar sentada, si es que encuentra un lugar donde no haya escombros.
La historia de la ampliación del Kilómetro 9 es la historia del fracaso de la gestión pública. Un caso de estudio para estudiantes de ingeniería, administración y ciencias políticas sobre cómo no se debe ejecutar una obra pública.
Por lo pronto, el “monumento a la ineptitud” seguirá ahí, recordándonos todos los días que en República Dominicana el tiempo se mide en promesas incumplidas, y el progreso, en baches y tapones. Porque aquí, hasta las soluciones pueden esperar toda una vida.