Por Rafael Céspedes Morillo
Eran alrededor de las 10:00 a. m. en Washington, cuando compartíamos con el “fotógrafo” en una de las habitaciones que ocupábamos en el Holiday Inn, en una calle cuyo nombre no recuerdo.
El Dr. Norman de Castro le hizo una pregunta al “fotógrafo” cubano de apellido Fernández. Norman había estudiado con él y sabía a qué se dedicaba, pues mantenían las relaciones cultivadas durante sus años universitarios.
El amigo “fotógrafo” marcó un número y respondió directamente la persona al otro lado de la línea, lo que indicaba que tenía comunicación directa con un alto funcionario de un departamento de la CIA. Norman conversó con él unos minutos y le comentó que Fernández le había servido de ‘’fotógrafo’’. La respuesta del amigo de Norman fue una carcajada, y lo felicitó, porque —dijo— Fernández era muy bueno en eso. Acordaron verse cuando Norman regresara.
En ese mismo instante, Norman le preguntó a Fernández:
—Dinos, ¿quién eres?
La expresión en su rostro fue la de alguien que reconoce que cometió un error y ha sido descubierto. Entonces nos contó quién era, a qué se dedicaba y por qué lo habían designado para estar con nosotros.
Esa misma mañana nos llevó a su casa, donde funcionaba la emisora Radio José Martí, recién instalada y con programación dirigida a la isla de Cuba.
Así son los “gringos”: no dejan nada a la suerte. Afortunadamente, no teníamos malas intenciones, y al seguir las instrucciones de nuestro líder, sabíamos que Reagan era casi un comunista frente a nosotros.
Como ya había concluido mi participación en las funciones y relaciones dentro de la Estructura tras las elecciones, Andrés y yo habíamos iniciado la separación. Ya no compartíamos los mismos criterios, y llegó la ruptura, aunque sin mayor trascendencia.
Con el tiempo, un amigo común nos reunió y restablecimos la relación, aunque solo en el plano personal; relación que aún se mantiene, a pesar de no vernos con frecuencia.
Me mantuve un tiempo alejado de la política, hasta aquel momento que narré, cuando Freddy Majluta me pidió que aceptara una reunión con Jacobo, y ocurrió lo que ya he contado.
A Jacobo viajar al extranjero no le resultaba agradable; le tenía pavor a los aviones. Era de las pocas ocasiones en que se tomaba un trago de ginebra para calmar los nervios. Pero, como no era dado a la bebida, con dos o tres tragos el tema se complicaba.
Recuerdo un día en que estábamos en casa de un dirigente juvenil, en una actividad con los jóvenes del partido. Fue una de las pocas ocasiones en que participó Consuelito; ella tenía algunos amigos entre los presentes.
En un momento, el anfitrión se le acercó y le preguntó si quería tomar algo. Me miró y le dijo que sí. Me fui con él al espacio que servía como bar, le pedí permiso para prepararlo yo mismo, y así lo hice: un ligero toque de ginebra en jugo de naranja con mucho hielo. Se lo llevé, y la “fiesta” siguió su curso. A los pocos minutos se le terminó el trago, y el anfitrión, que me había visto preparar el primero, fue y le trajo otro. Lo evité diciendo algo como:
—Déjame ponerle algo más de hielo. Me pasó el vaso y fui a prepararlo. Logré botar el contenido y preparar otro como yo entendía: aproximadamente un 96% de jugo de naranja y un 4 % de ginebra. Se lo llevé, y comenzó a tomarlo. Me miró alzando el vaso, como en gesto de brindar. No sabía que Consuelito me observaba y se había dado cuenta de lo que hice. Se acercó y me dijo:
—Nadie cuida a Papi como tú lo haces. Gracias. Él tiene razón en confiar tanto en ti, como él lo hace.
No respondí. Solo sonreí y regresé a mi lugar, pues ya era casi hora de marcharnos, y me correspondía a mí marcar el momento de la salida, con la debida autorización con nuestro lenguaje de señas.
¿Cómo se produjo la reunión entre Peña Gómez y Jacobo en su último acuerdo? Lo contaré en la próxima entrega.
