Por Rafael Céspedes Morillo
Unos meses después de la traición de Salvador a Jacobo —y con ello, al PRD, donde otros también participaron—, quien resultó pagador, y muy caro, fue el propio Salvador, porque al final perdió hasta la vida. Ninguno de nosotros le deseaba eso, pero así se comporta la vida en ocasiones.
El poema que Salvador le dirigió a Jacobo, posteriormente debió pensar que a él mismo era a quien le tocaba ese gran poema. Se adelantó a leer lo que le leerían más tarde a él.
Jacobo se recuperó anímicamente y comenzó a trabajar con ganas de luchar de nuevo. Había salido de la presidencia del Senado y se dedicó a trabajar en el recién formado Partido Revolucionario Independiente (PRI).
La Estructura había tomado otro rumbo por su presidente, Andrés quien se había Vanderhorst, convertido en balaguerista, como el más viejo al lado del caudillo. Ocupó varias posiciones en el gobierno de Joaquín Balaguer, y yo, junto a un gran grupo, abandonamos ese partido por no compartir los nuevos procederes y lineamientos que Andrés había impuesto.
Nos separamos del partido 26 dirigentes de los 38 que entonces formaban la Comisión Política. Por un año o más me olvidé del tema político, hasta que se produjo una llamada de Freddy Majluta para invitarme a conversar.
Acudí al llamado, y allí Freddy me propuso que me encargara de la comunicación del PRI y que fuera el vocero de Jacobo. Para ese momento, quien hacía esa labor —después de la renuncia de Pedro Caba (El Caballo)— era Héctor Guzmán, que no era ni es su área profesional. Nunca lo conversé con él, pero creo que recibió un alivio al quitarle ese peso de encima.
Funcionaba un equipo de extraordinarios profesionales. Las reuniones las celebrábamos en las oficinas privadas del proyecto, en la Núñez de Cáceres. Allí despachábamos Jacobo, Maritza Majluta y un servidor.
La Comisión Política del PRI se reunía todos los martes en la avenida Independencia, donde aún funciona dicho partido. Jacobo y yo despachábamos todos los días en la tarde, salvo que la agenda marcara algún acto, entrevista o reunión especial.
La gente decía que Jacobo era un dormilón, y no era así. Simplemente tenía un horario diferente al común. Se acostaba alrededor de las cinco de la mañana, por lo que se levantaba entre las 10:00 y las 11:00 a.m.
Los martes nos veíamos siempre a las 5 p. m.; revisábamos la agenda del día y planeábamos lo que se haría, y entonces nos íbamos juntos —regularmente en mi vehículo— a la reunión de la comisión política.
Teníamos maneras de hablarnos entre la gente sin que nadie se diera cuenta. Así, cuando él quería terminar, me hacia una señal programada, y yo salía y volvía a entrar unos minutos después, con una noticia que hacía necesario marcharse.
Eran varios los detractores que yo tenía en el grupo, todos los que querían mi posición. A todos los identifiqué siempre, pero no les hacía caso. La envidia no se combate: se derrumba con el mejor trabajo.
Una señora, de esas jefas en el partido, un día me dijo hasta "barriga verde" y algunos epítetos más, solo porque mi equipo cometió un equívoco nombrando a uno de los suyos con un nombre parecido, pero no el real. “Me comió”, como se dice. Le pedí excusas y me marché, después de prometerle que haría la supervisión adecuada para que eso no se repitiera.
—"Pero si tú no sabes hacer el trabajo, renuncia. Sería más productivo".
—"Lo pensaré y lo consultaré" —fue mi respuesta.
Era martes, de modo se reuniría la Comisión Política. Jacobo ya me había dicho que la reunión sería corta, porque teníamos que visitar a una señora que estaba interna en un centro médico de la ciudad.
Terminada la reunión, nos dispusimos a salir, y en ese momento le dije:
—Campeón —era mi apodo para él, en privado—, fulana me “rellenó” esta mañana y dijo que yo debía renunciar por incapaz. No le respondí, pero te lo informo para que lo sepas.
Él le ordenó a Cáceres Francés, coronel de la escolta, que fuera por ella. Ella vino muy solícita al carro. Él le preguntó si visitaría a la enferma, y ella le dijo que sí.
—Pues busca tu cartera y te vas con nosotros —le propuso.
Así lo hizo de inmediato. Entró al vehículo en la parte de atrás; yo conducía, y Jacobo iba a mi lado.
—¿Usted me mandó a buscar, licenciado? —preguntó ella.
Yo fui quien respondió:
—No, fulana, fui yo, con autorización de él, porque le consulté tu sugerencia: "de la renuncia". Le dije que me habías dicho eso esta mañana y el por qué. Él quiere escucharlo, porque está negado a creerlo. De modo que repite lo que me dijiste esta mañana. No sabía que era gaga.
Prefiero dejar la historia hasta ahí, porque lo que él le dijo no es bonito. Lo que sí sucedió a partir de ese día fue que jamás esa fulana tuvo una reunión con él sin que él me invitara, aunque solo fuera para estar presente.
Lo solidario de Jacobo, más que con las personas —que también lo era—, lo era con la razón y las buenas causas, practicaba la justicia con él mismo.