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jueves, diciembre 26, 2024

¡Hasta dónde hemos llegado!

Por Alfonso Tejeda

En octubre pasado, el ministerio de Obras Públicas remodeló el tramo conocido como “La curva de la muerte” en la cercanía de Villa Altagracia, entre los kilómetros 38-45 de la autopista Duarte, para hacerlo más expedito, y garantizar mayor seguridad del tránsito vehicular por su curvatura. 

El desconocimiento de ese declive, y la imprudencia de algunos conductores ha resultado en innumerables víctimas y heridos de accidentes vehiculares, muchos de ellos provocados también por la acción delincuencial que ahora ya es una deplorable práctica cotidiana, que relieva las miserias humanas, cuando de colisiones se trata.

Allá, cuando en los años ‘90s del siglo pasado, se incrementó por algunas carreteras del país el tránsito nocturno, en ese tramo saltó la alarma,  porque desaprensivos lanzaban piedras a los vehículos para provocar  accidentes y despojar  a los viajeros accidentados de sus pertenencias, práctica que  se extendió a la autopista 6 de noviembre, en las cercanías de San Cristóbal, resultando blanco de esas agresiones un líder político que tenía su casa en la cercanía, hecho fortuito que sus enemigos pretendieron convertir en un acto de rechazo a su figura.

Esa práctica, y otras condiciones  como la señalización, la iluminación y la falta de vallas protectoras en las principales vías que intercomunican a La Capital con ciudades y poblados del interior del país, convirtieron en peligrosos los viajes nocturnos por carreteras, y llevaron a organismos internacionales a advertir de las posibles consecuencias nefastas de emprender viajes después de las 3:00 p.m., horario a partir del cual los viajeros podían confrontar más dificultades en sus desplazamientos por “esos caminos de Dios”.

Ya esas advertencias están superadas por la “cotidiana frecuencia” en que ocurren los accidentes, por extendida ubicación de estos, y la diversidad de los vehículos involucrados, pero también por el lamentable, deshumanizante, vergonzante y miserable tratamiento que muchos/as desaprensivos dan a las víctimas: robarles lo que puedan, quitarles cualquier cosa de valor, sin importar el método empleado, pero sí mostrando una carencia total de compasión hacia  los muertos y heridos y un abandono inmisericorde de los afectados.

“…No sé cómo pasó, pero eso fue como un sueño, como cuando la gente está durmiendo y se despierta… El carro se estaba llenando de agua, pude salir por el techo del carro, ya estaba muy nerviosa y mi cuñado desesperado por sacar a su esposa… Yo estaba pidiendo auxilio, había muchas personas arriba, pero solo estaban grabando y nadie nos fue a ayudar, después aparecieron personas en moto…”, testimonio una de las afectadas en el desplome de una pared del paso a desnivel de la 27 de Febrero, resultado de la descomunal lluvia que anegó a La Capital a mediados de noviembre recién pasado.

Esos, que las nuevas corrientes de la comunicación llaman “espectadores pasivos” (que se caracterizan por la búsqueda de likes antes que mostrar la humana solidaridad que demanda el momento), son los que con más presteza llegan a los lugares de los accidentes, y con un desparpajo indigno, en una  decepcionante actitud, cargan delirante con las cervezas del camión volcado, se combinan para llevarse la pesada funda de cemento y ni siquiera se asoman a las víctimas para ver si entre estas hay algún familiar, un conocido, alguien que requiera una ayuda mínima que puede ser la diferencia entre morir o salvarse.

¡Hasta ahí hemos llegado!

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