Por Gregorio Montero
En varios escritos e intervenciones orales hemos afirmado que si alguna vez gobernar fue difícil es ahora, cuando tenemos como escenario un siglo XXI que nos enrostra hasta que nos produce vergüenza todas nuestras miserias políticas y falencias institucionales, las que, por desgracia, no nos permiten enfrentar con éxito el desafío que nos impone el desarrollo sostenible.
Todo eso, es el resultado de errores históricos que ha cometido, principalmente, la clase política gobernante, que hasta hoy no ha sido capaz de dotar al Estado dominicano de un modelo de gestión pública basado en normas, sistemas, procesos y personas, que sirva para garantizar la aprobación y puesta en marcha de políticas públicas pensadas en el desarrollo humano integral y en el bienestar de la mayoría.
Ante esta situación que presiona la estabilidad política y social, es necesario que los políticos de oficio entiendan que, en la actualidad, y por mucho tiempo, la ciudadanía estará presente, jugando su rol de contrapeso frente al ejercicio del poder político, así va quedando demostrado, aunque algunos pretendan no entenderlo.
Por esta razón, ya no es posible gobernar como se gobernaba en el pasado. Podrá ser difícil, pero es necesario entenderlo y aceptarlo. De ello depende la gobernabilidad, que hoy puede llevar solo un apellido, el de democrática, pues no hay otra posible.
Pero la equivocación de muchos es pensar que la democracia de hoy es la misma del siglo XX, la de la forma y el discurso; craso error, la democracia del siglo XXI es esencialmente participativa y protagónica.
La ciudadanía de hoy exige más, presiona más, y seguirá siendo así, pero la solución no es molestarse ni pretender cooptar o recurrir a retaliación. Eso no da buen resultado en estos tiempos, todo lo contrario, la solución debe ser que los gobernantes escuchen más y atiendan mejor el clamor ciudadano. A esto se le llama buen gobierno o buena administración, que asume como uno de sus sustentos el gobierno abierto, el que a su vez tiene dentro de sus pilares la participación ciudadana, que es, precisamente, el que más complejidad le incorpora a la labor de gobernar, toda vez que el autoritarismo que ha caracterizado la forma de gobierno en nuestro país hace para algunos ininteligible el rol fiscalizador que hoy corresponde jugar a la ciudadanía frente a la Administración Pública.
A propósito del enfoque de gobierno abierto y la participación ciudadana, y observando el sentido amplio de su significado, el gran problema que se presenta es que el sector público, desde su modelo de gestión, tiene que ser pensado en la gente, debe tomar en cuenta los intereses, sentimientos, aspiraciones, reclamos, conocimientos, capacidades, etc., de las personas. La pregunta obligada en el Estado moderno debe ser: ¿para qué sirve el gobierno? La respuesta sin ambigüedad tiene que ser: para hacer que las personas vivan mejor, que sean más felices, es decir, que sean tratadas dignamente.
Jamás debe perderse de vista que lo anterior solo se logra fortaleciendo la Administración Pública y colocando al ciudadano en el centro de la actuación del gobierno; se alcanza construyendo políticas públicas dirigidas a resolver los problemas sociales más sentidos.
Los caprichos de quienes gobiernan dejan de contar, pues importa la institucionalidad y la ciudadanía. Las instituciones públicas, al cumplir de forma objetiva sus funciones, garantizan el equilibrio entre Estado y sociedad, o más bien, entre las autoridades públicas y la ciudadanía, por ello, deben existir los canales permanentes de comunicación que viabilicen los acuerdos necesarios antes de decidir las políticas y las acciones gubernamentales.
Las decisiones de gobierno que se tomen al margen del interés de la ciudadanía, de una u otra forma, están condenadas al fracaso, esto así, porque la teoría de la participación ciudadana en la función administrativa tiene una influencia social, política, jurídica y económica, cada una de ellas implica que para determinadas resoluciones deban ser consultadas las personas, por lo menos aquellas que pueden resultar afectadas.
No se debe obviar que la participación ciudadana se va erigiendo en un antídoto para la crisis de legitimidad del poder y en un pilar de la democratización de la gestión pública. Esto ocurre en la medida en que los ciudadanos y ciudadanas se van convenciendo de que el Estado, la Administración Pública y las políticas públicas, les pertenecen.
La política incorrecta ha llevado a algunos a entender que entre Estado y ciudadanía existe necesariamente una relación de exclusión, por lo que se asume un antagonismo permanente, que no es real, entre autoridades públicas y sociedad civil; por el contrario, lo que existe, y es lo que hay que asumir, es una relación de complementación y validación de propuestas y acciones gubernamentales, que debe propiciar la participación de las personas en el diseño, aprobación y gestión de las políticas públicas, como garantía de éxito.
La relación antagónica o de conflicto, en el mundo actual, solo debe producirse cuando alguien no cumple con el rol o compromiso asignado en la Constitución política, cuando alguna de las partes se coloca del lado opuesto del deber y transgrede el pacto social.
Es preciso entender que los profundos cambios experimentados por la sociedad y el Estado en los últimos años, como consecuencia de fenómenos sociales y tecnológicos, algunos de los cuales se han presentado incluso de forma disruptiva, conllevan a un rol más activo y protagónico de la ciudadanía.
Todo esto impone la profunda transformación de las instituciones públicas, a fin de adaptarlas a este nuevo contexto de exigencias; esto es lo que, lamentablemente, no ha estado ocurriendo al ritmo debido, por lo que el Estado y la Administración Pública se encuentran entrampados por instituciones gubernamentales que, lejos de responder a mecanismos de participación democrática activa, responden a esquemas autoritarios y opacos que debieron quedar en el pasado.
Peor que lo anterior es que, aunque en ciertos casos se ha avanzado jurídicamente, algunas mentalidades arcaicas y autoritarias, presentes en instituciones públicas, no permiten, lamentablemente, que se avance en la práctica como se debe. Hay que recordar que la democracia de hoy es un constructo social, y que ella no es solo representativa, es, además, participativa.
Los gobernantes de estos tiempos deben acostumbrarse a que los temas trascendentales atinentes al Estado y a la sociedad, aquellos que afectan los intereses de la colectividad, antes de convertirlos en políticas y acciones gubernamentales concretas, deben ser consultados debidamente con la ciudadanía y someterlos al escrutinio público, a través de los distintos mecanismos e instrumentos jurídicos y técnicos disponibles.
Es cierto, gobernar hoy es una tarea difícil y compleja, pero más difícil y compleja resulta si no se gobierna con y para la gente. Para que esto ocurra, los funcionarios públicos, todos, deben colocar sus oídos exactamente allí donde suena y resuena la voz y el clamor inconfundible de la ciudadanía.