spot_img
miércoles, mayo 7, 2025
spot_img

Ensayo hipotético de una narrativa aprovechada

spot_img

Por Octavio Santos

En un escenario hipotético, un Gobierno astuto despliega dos grandes narrativas para consolidar su poder. Como en una obra teatral de dos partes o actos, primero convierte a sus opositores en villanos de una tragedia de corrupción, y luego, invoca el peligro externo de una crisis migratoria para unificar al público bajo su liderazgo.

En la primera fase, el Gobierno se enfunda la capa de justiciero y emprende una cruzada legal contra la oposición. Los opositores son presentados como una casta corrupta y nepotista, culpable de todo mal imaginable: contratos amañados, familiares en cada cargo público y sobrevaloración escandalosa de obras públicas. En esta hipotética situación, la oposición deviene en satánica. Tierra fértil para poner en marcha la maquinaria de persecución y propaganda.

 El Ministerio Público, que presume de independencia y goza de prestigio ante la ciudadanía, prepara expedientes voluminosos contra antiguos altos funcionarios.

Lawfare o no, los casos están tan minuciosamente documentados que los expedientes ocupan miles de páginas. Irónicamente, son dossiers tan extensos que ningún tribunal lograría leerlos completos dentro de los plazos legales, lo que garantiza que los acusados queden atrapados en un limbo judicial. 

La justicia avanza lento, pero aplastante en su efecto propagandístico.

En este primer acto, poco importa si las pruebas algún día sostendrán una condena firme. Lo crucial es el juicio mediático y la narrativa instalada. Día tras día, las noticias destacan las detenciones espectaculares, las cajas repletas de documentos incautados y las conferencias de prensa del fiscal jefe enumerando miles de millones supuestamente saqueados, cantidades inimaginables de dinero y bienes. 

La oposición queda pintada como una fuerza incompetente e inmoral, incapaz de dirigir el país. Pero ¿Se ha logrado justicia?

Mientras los antiguos gobernantes esperan en prisión preventiva o en interminables audiencias preliminares, el hipotético Gobierno aprovecha para presentarse a sí mismo como el paladín de la transparencia. En tono irónico pero verosímil, el relato oficial insinúa: “Después de semejante descubrimiento de latrocinio, ¿quién podría querer devolver el poder a esos individuos?”. 

La población, bombardeada con detalles de corrupción, empieza a asociar a todo opositor con la imagen del ladrón de cuello blanco. Los críticos que señalan lo oportuno que resulta todo esto para el oficialismo son tachados de conspiracionistas; al fin y al cabo, la justicia independiente solo busca el bien del país.

Con la oposición reducida a una caricatura desprestigiada, el escenario está despejado para el segundo acto, justo a tiempo cuando el primer acto se desgasta de recursos narrativos. 

Habiendo neutralizado políticamente a sus rivales internos, el Gobierno pasa a necesitar un nuevo enemigo que mantenga la tensión dramática y la unidad del público en torno al líder. Aquí comienza la segunda fase de la narrativa: la amenaza externa que lo justifica todo.

Surge una crisis en el país vecino, una nación con la que existen históricos desencuentros culturales y políticos. La situación más allá de la frontera se deteriora de forma abrupta: el presidente de ese país es asesinado, su capital cae bajo el control de pandillas violentas con supuestos nexos empresariales, y se desata una tragedia humanitaria que empuja a miles de personas a huir desesperadas. 

El Gobierno de nuestro país ficticio reacciona con calculada alarma. Declara que una migración masiva e “incontrolada” se ha convertido en la nueva amenaza existencial para la patria. En cadena nacional, el jefe de Estado desgrana cifras de extranjeros entrando por la frontera, atribuyendo a esta oleada todos los males pasados, presentes y futuros. ¿Que las obras públicas prometidas están inconclusas o ni siquiera empezaron? Es que el caos vecino obliga a redirigir recursos a la seguridad fronteriza. ¿Que la canasta básica sube? Sin duda, se debe a la “presión migratoria” y al desorden externo que desestabiliza la economía. 

¿Que los hospitales públicos no tienen médicos suficientes y los servicios se niegan por falta de equipos? La culpa, insinúa el discurso oficial, recae convenientemente en la avalancha de foráneos que saturan los servicios.

La maniobra es doblemente útil: distrae de sus fracasos propios y enciende una chispa nacionalista que aglutina al pueblo en torno al Gobierno. Antiguos reclamos por escuelas sin terminar o por la inseguridad quedan relegados; ahora la conversación gira en torno a la soberanía y a la defensa ante la supuesta “invasión silenciosa”. 

En esta narrativa, el Gobierno se erige como el último bastión de la patria, y criticar al gobierno equivale a "hacerle el juego" al enemigo externo. La prensa afín, por hueca, por intereses o por likes, amplifica historias de crímenes cometidos por inmigrantes y casos aislados elevados a categoría de amenaza general. 

El miedo y el chauvinismo desplazan al debate racional: frente al peligro foráneo, parece antipatriótico cuestionar al líder.

Empoderado por esta atmósfera de emergencia, el Gobierno despliega medidas expeditas. Se anuncian operativos de seguridad nunca vistos: militares y vallas en la frontera, redadas en barrios marginales, deportaciones exprés. Toda esta demostración de fuerza satisface a un público asustado que clama mano dura. Los índices de aprobación repuntan en el corto plazo: al fin y al cabo, “se está haciendo algo” (lo que nunca se ha hecho).

 Tampoco falta algún acto simbólico de alto impacto mediático. Por ejemplo, las autoridades demuelen asentamientos improvisados donde malviven migrantes, reduciendo a escombros sus viviendas humildes para escenificar que “la ley se respeta”. La industria militar se crece como nunca lo había hecho desde la dictadura.

Del mismo modo, se implementan controles dignos de una distopía: se envían agentes a los hospitales para cazar indocumentados, incluso en las salas de maternidad. Un protocolo de “verificación” permite detener mujeres extranjeras a punto de dar a luz. La ironía es escalofriante: en nombre de la legalidad, se viola el espíritu humanitario. Todo se hace por desviar las miradas de los problemas domésticos y forjar la imagen de un Estado firme y protector.

Mientras tanto, el Gobierno reparte migajas al pueblo para mantenerlo satisfecho y dependiente. Planes sociales y subsidios se publicitan con fanfarria, convirtiéndose en herramientas para ganar fidelidades populares. Cada ayuda estatal lleva implícito el mensaje de que sin la benevolencia del Gobierno la vida sería peor. 

Así, programas concebidos para aliviar la pobreza se tornan en instrumentos de control político: crean una base de apoyo cautiva, clientelas agradecidas al benefactor en el poder.

Al llegar el clímax de esta obra, cabe preguntarse: ¿Es posible mantener a la población bajo control permanente?

 La historia muestra que el miedo y la distracción pueden funcionar por un tiempo, pero nunca son un sustituto de la buena gobernanza. 

En el corto plazo, este Gobierno hipotético celebra su éxito: no hay oposición creíble a la vista, y el pueblo, preocupado por enemigos internos imaginarios ayer y externos hoy, parece resignado a aplaudir.

Sin embargo, la realidad tiene la mala costumbre de colarse. Los problemas estructurales –la economía, la salud, la educación– siguen ahí, agazapados tras la cortina de humo. 

Controlar a la población como a un rebaño dócil exige alimentar continuamente la ilusión: hallar siempre nuevos villanos e intensificar el espectáculo.

¿Se puede sostener indefinidamente tal estado de excepción narrativa? 

La respuesta queda flotando, incómoda. Como en toda obra, tras el telón final, el público eventualmente despierta de la ficción.

Cualquier parecido con la realidad es, por supuesto, mera coincidencia.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

spot_img
spot_img

Las más leídas

spot_img
spot_img

Articulos relacionados