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miércoles, abril 30, 2025
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El Cañito y la Fuente

Por Rafael Céspedes Morillo

Eran mucho más de lo que parecían, porque servían como deleites, aseos, peligros,
abastecedores, demarcadores, líneas divisorias y, en muchas ocasiones, como
ambientes frescos para tertulias. En fin, eran lugares de vida. Eran, en resumen, una
amalgama de cosas las que reunían estos dos ríos del lugar, llamados así porque el
primero era de poca profundidad y algo estrecho, y el segundo porque salía de la
entraña misma de la tierra, brotando de forma libre e inexplicable.

Estos dos ríos fueron testigos de muchas locuras de quienes, jóvenes y libres,
hacíamos de ellos lugares para divertirnos. Dejábamos que una jaiba nos mostrara sus
lanzas afiladas hasta hacernos sangrar, pero eso era parte de todo.

No faltaban las visitas especiales de algunas de las jóvenes del lugar, que se dejaban
ver a la distancia, sin mostrar más que lo necesario para llamar la atención de quienes,
en el "charco" de los hombres, no podíamos desviar la mirada. Seguíamos el juego de lo que parecía un simple escenario de “juegos de muchachos”, pero que, con el tiempo, algunos se volverían reales. Las ilusiones crecían, las esperanzas se alimentaban.
Cada domingo, cuando llegaba la hora de ir al río, las visitas aumentaban.

Se había propagado la información y los corrillos anunciaban que allí se deleitaba la vista. Había espacio para la manifestación del querer y de la ilusión. Era un espacio compartido a
distancia donde se hacían promesas mudas, creencias y muchas confusiones. Las
señales no siempre eran claras ni precisas.

El problema mayor venía cuando eran lanzadas las tres piedras reglamentarias y no se
sabía a quién le devolvían la respuesta. Todos los interesados la tomaban para sí
mismos.

Recuerdo dos casos en especial. En ocasiones me prestaban el caballo amarillo: era el
Cadillac del campo, el caballo de mi padre. Exhibirse en él era todo un lujo. Los
hermanos mayores nos peleábamos por llevarlo al río a darle el baño de rigor, porque
eso nos permitía cierto escape hacia donde nos vieran sobre él.

A unos trescientos metros del río había una bodega, y una de las hijas de la dueña era
la admiración de todos los jóvenes de entonces. Los más asiduos éramos unos nueve.
Los nueve estábamos enamorados de la joven de la bodega.

En una ocasión, uno de los mayores entró a la bodega a comprar algo antes de llegar
al río. Ella lo atendió y, con actitud de secreto, le pasó una hoja doblada y le dijo en voz
muy baja:
—Te quiero pedir un favor.

Él, sonriente, le respondió:
—Claro que sí, dime.
—Lee eso —le dijo.

Él la guardó y salió prácticamente corriendo de allí. Llevaba la corona de la victoria:
¡ella le estaba correspondiendo! ¡Al fin! ¡Tengo la victoria por sobre todos los demás!,
pensaba. Los demás lo seguíamos, si no con envidia, con desesperación por confirmar
que era él a quien ella elegía. No lo podíamos creer, porque este era el más sencillo, el
menos elegante, uno —si no el más— de los más pobres. ¿Cómo podía ser que ella lo
eligiera a él, habiendo tantos que lo superábamos?

Los trescientos metros se hicieron largos. Queríamos arrebatarle el papel, pero él no lo
permitía; lo guardaba como un tesoro. Al llegar a la orilla del río, todos alrededor de él,
le pedíamos que lo abriera. Él seguía negado… hasta que por fin se apartó para leer su
tan ansiada declaración de amor. Se sentó debajo de una mata de cacao y, sacando de
su bolsillo la pequeña nota, comenzó a leer.

Fue notorio el cambio de expresión en su rostro. Aquella alegría dibujada con una
sonrisa se convirtió en una mueca que lucía más de dolor que de felicidad. Dejó caer el
papel. Los compañeros no entendíamos qué sucedía y nos fuimos acercando, hasta
que uno de ellos tomó la nota y la leyó en voz alta. Decía:

Hola. El favor que te pido es que le comuniques a Polo que estoy enamorada de él,
que hablemos; Polo era uno del grupo que nunca mostró interés en ella.

Rafael Céspedes Morillo
Rafael Céspedes Morillo
Rafael Céspedes

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