Por: Rafael Céspedes Morillo
Era fuerte, orgulloso y elegante. Caminaba como un bailarín. Su pelo lacio y amarillo —de ahí su nombre— brillaba con un resplandor especial. Tenía una mirada inquisitiva, celosa y apasionada a la vez. Donde él estaba, mandaba. Nadie lo discutía… y si alguien lo hacía, se arrepentía pronto.
Todos sabían quién era el jefe. Lo curioso era que, pese a su carácter, todos querían andar con él. El Amarillo era el líder de la caballería. Su fuerza, su brío y su tamaño lo hacían especial. A veces parecía que hablaría. Imponía respeto, y acercarse a él requería cuidado. Sólo los niños podían tocarlo sin riesgo: bajaba la cabeza como para que lo acariciaran. Con los adultos no era igual… salvo con Blanquito, su dueño y único jinete. En aquella zona rural, el Amarillo era como un carro deportivo en la ciudad.
Un día, la escuela de uno de los hijos de Blanquito organizó un pasadía en su finca. Todos irían a caballo. Blanquito, generoso, prestó su Amarillo a su hijo. Como todo buen padre, quería que su hijo se luciera con la mejor monta, que sin duda alguna era el Amarillo. Montarlo era entonces un lujo.
Otro muchacho, hijo de una de las familias más ricas de la zona, llegó en “La Manola”, una yegua grande, veloz y muy codiciada. Su jinete la lucía con orgullo. A un primo suyo, que no tenía cómo ir, le ofreció la grupa de la yegua.
Aquellos dos estudiantes, el del Amarillo y el de Manola, no eran enemigos, pero competían siempre: quién era más capaz, más inteligente y, claro, más popular con las chicas.
Al regreso, decidieron llevar la rivalidad a otro nivel, entre los animales, con una carrera. El Amarillo tenía un secreto: si el competidor iba adelante, no lo soportaba. Sacaba fuerzas extras y lo rebasaba. Si salían parejos, podía perder… pero si le daban ventaja al otro, lo alcanzaba siempre.
El jinete del Amarillo ofreció regalarle diez metros de ventaja al de la yegua. conocía el secreto del Amarillo. El competidor aceptó encantado. Mala idea.
El profesor dio la señal y, apenas unos metros después de la salida, el Amarillo rebasó a La Manola.
Faltaban cincuenta metros para la meta, cuando, al pasarlos, el acompañante que se sujetaba con fuerza en las grupas de la yegua no pudo evitar caer.
Algunos culparon a la brisa que provocó el Amarillo; otros, al descuido. Lo cierto es que terminó con un brazo roto y varias magulladuras.
La carrera arruinó un día casi perfecto, lleno de grandes disfrutes: baño en el río, puerco asado, yuca, aguacate, moro de gandules, jugos frescos, hamacas, carreras en sacos y tiro al blanco con rifles de perdigones. Todo quedó empañado por el afán de sobresalir.
Competir debería significar otra cosa, en otros ámbitos: quién ayuda más, quién aporta más, no quién gana a costa de otro. José Amado —hoy ingeniero— fue el joven que aquel día se rompió el brazo. Una lección sobre cómo los egos mal manejados pueden torcer el final de la mejor de las historias.
El Amarillo ganó, ganó su jinete, pero los resultados hicieron que perdieran todos. A veces esas cosas pasan en diferentes formas, en distintos campos y con distintos inicios.
Pocas veces pensamos en las cosas que vamos a hacer con el cuidado de analizar si, al hacerlo, estamos en el camino correcto o si solo estamos dando paso a los egos y a otras vanidades.
Siempre habrá Amarillos, y siempre habrá jinetes. Qué bueno sería si esos jinetes tomaran en cuenta a los que tienen que andar en grupas, porque no tienen cómo ni en qué cabalgar. Cabalguemos, sí, pero procuremos que otros no sean perjudicados mientras nosotros cabalgamos.





