Por Eloy Alberto Tejera
Uno ama leer los diarios porque es como asomarse a la intimidad de otros sin pedir permiso, y sin que ellos, claro, se den cuenta. Cuando me topé en casa del poeta José Enrique García con el libro “Diarios”, de Fernando Pessoa, no pude evitar la mala crianza, y convertirme en el mañoso que siempre he criticado, y pedírselo prestado. Sucumbí a una actitud que aborrezco: andar fisgoneando espacios ajenos y enamorándome de objetos que no debiera, para luego rogar por ellos. Pero, José Enrique fue condescendiente, y desprendido al límite, y me dijo: “llévatelo”.
Ya con el libro en la mano, fue emocionante entrar al día a día del poeta que yo tanto admiro, y que no sé por qué siempre asocio a otro grande de la lengua portuguesa: Joaquín María Machado de Asís, (aquel del célebre Quincas Borba), un hombre marcado por la discreción y el silencio. Pessoa es un poeta inclasificable. No es vecino ni de los románticos ni mucho menos de los malditos. Es el soldado defensor de rosacruces y masones, siempre mirado de reojo o con suspicacia por todas las sociedades.
El día a día de un poeta grande ha de ser interesante. Y eso es lo que muestra Pessoa en este diario. Está escrito sin ínfulas, sin pretender constituirse en ser un gran filósofo, pensador, o que está escribiendo desde la atalaya que se le confiere a un genio. Se lee como un libro de notas, y eso es lo que lo hace sincero, lo que provoca que uno siente que sea espontáneo. Harto de teorías, de filósofos de esta modernidad atorrante yo estoy.
Este diario está escrito de la misma forma en que se realiza el striptis una dama reservada. Sin aspaviento, pero con la consistencia de lo que se dice tiene gramos de certidumbre.
Al Pessoa que veo en el diario es el poeta enviando y recibiendo cartas, visitando amigos, hablando de sus editores, confesándose ser un gran patriota.
Es el Pessoa que se confiesa ser un amante de las novelas policíacas (pienso que eso retrata en cierto aspecto su amor por el misterio), y el individuo que no es muy amante a la conversación, a la que rehúye muy sabiamente cuando puede.
Nos encontramos con un Pessoa que habla abiertamente de lo que hoy sufrimos casi todos los escritores (de dificultades monetarias), del suicidio, de la locura. Pero sobre todo aparece constantemente el Pessoa amante del misterio, el Pessoa que se siente en el mundo como un ser que está obligado a desentrañar interrogantes. “El misterio sobrepasa la inteligencia”, afirma en uno de sus apuntes.
De vez en cuando señala: “día perdido”, cuando se ha dado cuenta que no ha habido fertilidad en el día. Algo de lo que habla abiertamente es de la Masonería y de los Rosacruces.
En sentido general, el libro nos va señalando o desnudando, mejor dicho, que Pessoa es un hombre recorrido por una auténtica angustia, un hombre que sabe que el misterio termina casi siempre arropándolo y en esencia, arrollándolo y que por más que haga siempre saldrá disminuido y derrotado de ese trance.
Revelador es su espíritu humilde ante el concurso oscuro y gigantesco de universo, cuando confiesa que ninguna obra suya fue hecha con idea de grandeza. Ah qué ejemplo más bueno para enrostrárselos a esos que una vez colocan el trasero en el mullido asiento y cogen la pluma o la computadora, piensan con seguridad asquerosa, que es genialidad todo lo que paren.
“Un día alegre, interesante, otro día desperdiciado, salí de casa cerca de la una y media, recibí una nota de Álvaro Pinto, 21 de marzo, último día festivo del curso”, son algunas de las entradas de estos diarios.
Un verso que leí de Pessoa hace más de cuarenta años y que jamás olvidé, decía: “y si al final nos damos cuenta de que el misterio de la vida es que no hay misterios”. A fin de cuentas, estos diarios nos mostraron que más allá del genio, me topé con el hombre de a pie, que a diario se pregunta por los misterios de la vida, que continuamente tomaba notas…