Por Máximo Calzado Reyes
En los últimos cinco años, la Procuraduría General de la República ha anunciado, con estridencia mediática y triunfalismo institucional, supuestos acuerdos económicos con imputados en casos de corrupción administrativa, lavado de activos y narcotráfico, tanto durante los gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) como del Partido Revolucionario Moderno (PRM).
Sin embargo, detrás del ruido de los titulares, de las ruedas de prensa y de los discursos oficiales, persiste una interrogante esencial que no ha sido respondida con la seriedad que exige un auténtico Estado social y democrático de Derecho:
¿dónde están las constancias documentales que acrediten, de manera fehaciente, la entrega efectiva de esos recursos al Estado dominicano?
No se trata de un tecnicismo ni de una formalidad burocrática menor. Se trata de una exigencia constitucional vinculada directamente a los principios de transparencia, trazabilidad, control del gasto público y rendición de cuentas.
Todo recurso que ingresa o egresa del Estado debe dejar huella verificable en la Tesorería Nacional, en el Ministerio de Hacienda, en la Dirección General de Presupuesto, en la Contraloría General de la República y en la Dirección General de Contabilidad Gubernamental. Fuera de ese circuito institucional, lo anunciado no es recuperación de activos: es relato político sin sustento financiero.
A esta opacidad se suma un elemento aún más grave y éticamente perturbador: cuando un imputado “devuelve” dinero, en la mayoría de los casos lo hace de manera parcial. El resto, el verdadero botín, permanece oculto, diluido en estructuras financieras opacas o estratégicamente blindadas.
Pretender que la devolución fragmentaria de fondos o de algunos bienes sustituya la pena privativa de libertad constituye una peligrosa distorsión del derecho penal moderno y una burla al principio de proporcionalidad de la pena.
Los delitos tipificados conllevan sanción penal, y quien ha lesionado gravemente el patrimonio público no puede negociar su libertad como si se tratara de una transacción mercantil.
Lo que se observa, con alarmante recurrencia, es un patrón: se anuncian acuerdos, se proclaman cifras astronómicas, se construye un relato de éxito institucional, pero no se exhiben los soportes contables ni las certificaciones oficiales que acrediten el ingreso real de esos fondos al erario. Y como bien sabemos, el papel aguanta todo, pero la verdad financiera no se proclama: se prueba.
De persistir esta práctica, el mensaje que se envía a la sociedad es devastador y corrosivo para la legitimidad del sistema de justicia: quien roba un chivo o una vaca va a la cárcel, pero quien desfalca millones desde el poder negocia su libertad.
¿Dónde queda entonces la igualdad ante la ley?
¿Dónde está la justicia independiente que proclama la Constitución?
Este doble rasero adquiere una dimensión aún más indignante al analizar el caso de SENASA, un desfalco de proporciones dantescas que trasciende el ámbito del delito económico para rozar la categoría de crimen de lesa humanidad por sus consecuencias sociales. No se trata únicamente de números o balances contables; se trata de vidas humanas.
Este saqueo ha dejado sin cobertura cirugías, tratamientos médicos y medicamentos esenciales a miles de dominicanos, interrumpiendo terapias vitales y sembrando traumas físicos y psicológicos irreparables en pacientes y familiares, mientras un reducido grupo se enriquece obscenamente a costa del derecho fundamental a la salud.
Nos encontramos, según las informaciones disponibles, ante el mayor caso de corrupción conocido en la historia reciente de la República Dominicana. Las cifras iniciales superan los RD$16,000 millones de pesos, aunque proyecciones más conservadoras advierten que, a medida que avance la investigación, el monto podría escalar hasta RD$100,000 millones, una suma verdaderamente impúdica para un país con profundas desigualdades sociales.
En este contexto, resulta moralmente inaceptable escuchar a ciertos comunicadores apelar a la supuesta enfermedad del Dr. Hazim como fundamento para reclamar clemencia humanitaria, alegando incluso que su condición solo puede ser tratada en los Estados Unidos. La pregunta, inevitable y profundamente incómoda, se impone con fuerza ética:
¿Hubo piedad cuando se les robó la salud a los más vulnerables?
En síntesis, si es cierto que padece una enfermedad degenerativa, con mayor razón debió reflexionar sobre el daño irreparable que causaba al negar autorizaciones para diálisis, cirugías y medicamentos de alto costo, condenando a pacientes a la angustia, al deterioro y, en muchos casos, a la muerte. La compasión no puede convertirse en coartada de la impunidad, ni la enfermedad en salvoconducto frente a la justicia.
Porque cuando la corrupción mata, no basta con devolver una parte del dinero: hay que responder penalmente por el daño causado a toda una nación. Por tales razones, el delito de corrupción administrativa está tipificado en las leyes dominicanas, y cuya comisión conlleva prisión, esto es lo que exige y pide el pueblo.





