Por Rafael Méndez
En el imaginario dominicano, durante décadas a quienes acompañaban el proceso enseñanza–aprendizaje se les llamaba maestro y maestra, un nombre que evocaba respeto, entrega y una misión asumida casi como un sacerdocio laico. Esa figura orientaba, formaba valores y ayudaba a cada estudiante a descubrir su propio camino dentro y fuera del aula con vocación auténtica.
Con el tiempo comenzó a imponerse la denominación de profesor y profesora, una categoría que suena técnica y moderna, pero que vino acompañada de un cambio silencioso en la percepción social. El maestro y la maestra se asociaban a la vocación, mientras que el profesor y la profesora pasaron a verse como profesionales definidos por concursos, horarios y salario, con lo que la esencia educativa empezó a diluirse.
Hoy esa diferencia semántica refleja un cambio profundo de valores, porque el noble oficio de enseñar ha transitado de misión vocacional a profesión guiada por incentivos salariales. Esa transición explica la paradoja que marca nuestro sistema educativo: nunca se había invertido tanto, pero nunca se había resentido tanto el aprendizaje, y esa contradicción aparece sin filtros en todas las evaluaciones recientes.
Vocación perdida y resultados que no mejoran
El tránsito de maestro y maestra a profesor y profesora encierra una pérdida de espíritu que toca el corazón del oficio docente, con lo que recuperar esa esencia no es nostalgia, es urgencia nacional. Sin vocación seguiremos empujando la roca de reformas inconclusas, atrapados en estadísticas que no se traducen en aprendizajes y en diagnósticos que se repiten sin voluntad real de cambio.
En esta nueva realidad la docencia se ha convertido en una profesión atrapada entre reivindicaciones gremiales, concursos fallidos y la lógica del salario, aunque los logros materiales sean innegables. Esa situación deja una pregunta pendiente sobre la responsabilidad histórica del sector, porque enseñar no es solo un empleo, es una misión que compromete a varias generaciones, y esa misión exige una entrega ética sostenida.
La crisis se refleja con crudeza en la reiterada reprobación de los concursos de oposición docente, una señal inequívoca que debería movilizar a las autoridades y a la sociedad. Ese fenómeno revela fallas en la formación inicial y obliga a revisar la preparación que reciben futuros maestros, maestras, profesores y profesoras, sobre todo en instituciones privadas donde la calidad depende de un mercado sin controles suficientes.
Bahoruco–Independencia: el espejo que nadie quiere mirar
Ese deterioro se agrava en la Regional Bahoruco–Independencia, que desde hace más de diez años ocupa el último lugar en todas las evaluaciones del proceso enseñanza–aprendizaje. Los estudios del IDEICE han sido contundentes, pero la respuesta oficial ha sido el silencio, y mientras la indiferencia se prolonga, miles de niños, niñas, adolescentes y jóvenes permanecen atrapados en un rezago que afecta su futuro.
Durante más de 25 años he estado vinculado a la comunidad educativa de mi provincia y he asumido ese compromiso como deber cívico y moral. Lo he hecho como ciudadano que acompaña, como político que no usa la educación como bandera oportunista, y como legislador que dedicó 14 años a defender la idea de que educar es construir futuro, con lo que mi aporte ha sido coherente con mi palabra.
Esa manera de entender la educación la he asumido, con humildad, como un sacerdocio laico que me obliga a insistir, denunciar y proponer, aun cuando las respuestas institucionales sean lentas o inexistentes. Por eso afirmo que la inversión histórica no ha transformado la vida escolar, y que el sacrificio del contribuyente se ha desperdiciado, porque el sistema perdió la esencia del maestro y la maestra, que es la vocación.
Sin vocación no hay República posible
Más recursos no ha garantizado calidad cuando se ha perdido el espíritu del maestro y la maestra, con lo que recuperar esa esencia no es romanticismo, es condición indispensable para que la educación vuelva a ser motor de movilidad social y desarrollo nacional. Sin vocación seguiremos atrapados en un ciclo estéril, avanzando en apariencia, pero estancados en lo esencial, porque sin maestros y maestras de espíritu no habrá República posible.
Y ese desafío exige que cada institución, cada comunidad y cada actor social asuma su parte, con lo que la educación deje de ser un discurso y vuelva a ser un compromiso compartido. Recuperar la vocación docente implica construir un clima donde el maestro y la maestra se sientan respaldados, valorados y acompañados para que puedan ejercer, con dignidad, la misión formadora que la sociedad demanda.





