Por Máximo Calzado Reyes
El derecho a la libertad de expresión y de información constituye uno de los pilares más esenciales y nobles sobre los que se erige toda sociedad democrática. No se trata únicamente de la posibilidad de hablar o publicar ideas, sino del derecho de cada ciudadano a participar activamente en la construcción del debate público, a ser escuchado y a estar informado. En su ejercicio cotidiano, este derecho se convierte en el motor que activa otros derechos fundamentales: el acceso a la información, la participación ciudadana, la rendición de cuentas y, en definitiva, la defensa de la dignidad humana.
Desde una perspectiva jurídica, este derecho posee un rango triple: constitucional, convencional y legal, lo que impone a los Estados una obligación ineludible: crear condiciones efectivas para su goce y ejercicio real, mediante políticas públicas que promuevan la pluralidad, la transparencia y el libre flujo de ideas. En este escenario, los medios de comunicación, en todas sus formas —tradicionales y digitales—, desempeñan un rol trascendental, pues son los canales a través de los cuales la sociedad se comunica consigo misma y con el poder.
Sobre este punto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el emblemático caso Ivcher Bronstein vs. Perú, destacó con profundidad el valor de este derecho al señalar que:
“La importancia del derecho a la libertad de expresión se destaca aún más al analizar el papel que juegan los medios de comunicación en una sociedad democrática, ya que son verdaderos instrumentos de la libertad de expresión y no vehículos para restringirla, razón por la cual es indispensable que recojan las más diversas informaciones y opiniones.” (Corte IDH, Caso Ivcher Bronstein vs. Perú, párr. 149).
Asimismo, subrayó que los periodistas deben gozar de protección e independencia para ejercer plenamente su labor, pues son ellos quienes mantienen informada a la sociedad, condición indispensable para que esta pueda disfrutar de una auténtica libertad.
Por su parte, en armonía con la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos, la Corte Interamericana recordó que:
“La libertad de expresión no sólo debe garantizarse respecto de la información o las ideas que son recibidas favorablemente o consideradas inofensivas, sino también respecto de aquellas que resultan ingratas, chocantes o perturbadoras para el Estado o cualquier sector de la población.” (párr. 152).
Y, es precisamente en esa incomodidad, en esa tensión natural entre el poder y la crítica, donde la libertad de expresión revela su auténtico valor democrático. Defenderla no es un gesto retórico: es proteger el derecho de todos a disentir, a cuestionar, a exigir y a construir juntos una sociedad más justa, plural y consciente.
Por tales razones, una democracia sin libertad de expresión no es una democracia plena, sino un eco vacío del poder sin el contrapeso de la palabra libre. Salvaguardar este derecho es preservar el alma misma de la vida democrática.
En síntesis, cada dominicano y dominicana tiene el compromiso moral y cívico de defender la libertad de expresión y de pensamiento, porque en ella reside el corazón mismo de la democracia. No se trata solo de un derecho jurídico, sino de un valor que da vida al debate público, que permite disentir sin miedo y construir consensos desde la diversidad. Este principio alcanza su máxima expresión en el Estado Social y Democrático de Derecho consagrado en el artículo 7 de nuestra Constitución, que reconoce a la persona humana como centro y fin de la organización estatal.
En ese sentido, la calidad de nuestra democracia y la fortaleza de nuestras instituciones no dependen únicamente del Estado, sino de la participación activa y consciente de toda la ciudadanía. Defender la libertad de expresión no es tarea exclusiva de periodistas o juristas; es un deber colectivo, una apuesta por la transparencia, por la verdad y por el derecho a pensar en voz alta. Solo así podremos garantizar que la palabra siga siendo el instrumento más noble de la libertad.





