Por Rafael Céspedes Morillo
Haber tratado con Jacobo Majluta en la intimidad, de la cual fui partícipe, fue un alto honor. Recuerdo una ocasión en la que yo tenía un problema financiero, y no me daba cuenta de que lo reflejaba.
Un día llegué a su casa a la hora del almuerzo; me invitó a sentarme, pero yo solo había ido a confirmar una salida para las 7:00 p.m. Teníamos una reunión con un grupo de periodistas de la farándula, en la casa de una de ellas, pues todas eran mujeres.
No me senté, ya que la familia todavía permanecía en la mesa. Solo cargué a María José, quien tenía menos de dos años, y entre las cinco o seis palabras que pronunciaba, una era “Cépele”, intentando decir mi apellido. Todos se retiraron, y él me preguntó:
—¿Qué te pasa? Te veo raro. Sonreí y le dije:
—Debe ser el hambre.
—¡Pero come! Mira cuánta comida hay.
—No puedo. Tú sabes que tu Gordi me ahorca si llego sin avisarle que comí. Mejor me voy.
Sonreímos, y cuando me disponía a salir del pantry, donde se daba esa conversación, volvió a preguntarme:
—¿Dime qué te pasa?
—Pero ya te dije que nada.
Hizo ademán de meterse la mano en el bolsillo y me dijo:
—¿Cuánto necesitas? ¿Dime? ¿O es que no somos amigos?
Me estrujó el corazón. Tuve que sentarme.
Le dije:
—Bien, te diré. No quiero parecerme a otros. Soy celoso de mi comportamiento. Y sí, tengo una necesidad: debo pagar 800 mil pesos en tres días y me faltan 400. Lo estoy buscando para pagarlo el día de mi cumpleaños, cuando me entra un dinero. Pero no te preocupes, que un amigo me lo prometió para mañana.
Confieso que esa última parte no era cierta; lo dije para evitar que creyera que se lo estaba pidiendo.
Entonces me dijo:
—Ah, bueno. Entonces nos vemos esta noche. Paso a las 6:30 para llegar puntual.
Así lo hice. Llegué a las 6:30. Le dije a Guillermo, el joven mozo que tenía en la casa, que le avisara, pues aún no había bajado. Alerté a los de seguridad para que se prepararan porque saldríamos. Bajó, entró al carro y me pasó un sobre manila.
—Toma. No tienes que buscarlo. Es un préstamo de un amigo a otro amigo. Duré un par de minutos para arrancar. Fue un gesto que agradecería toda mi vida.
Alrededor de 45 días después, fuimos a su casa, mi esposa y yo. Le llevamos un sobre manila con los 400 mil pesos. Le dimos las gracias, y le dije:
—¿Y tu cumpleaños es hoy?
—¡No! —nos reímos—. Es que, como pudimos resolver, no había que esperar. Y de nuevo, gracias.
A partir de ahí me anularon, porque todo giró en torno a las benditas dietas, que eran un tema obligado entre mi esposa y él.
Jacobo era más que solidario: era fiel y un gran ser humano.
Nosotros —mi esposa y yo— éramos dueños de una empresa de seguros, que por un tiempo se le adjudicó a él, probablemente por nuestras relaciones.
A veces bromeaba con eso y me decía que yo no le rendía informes sobre su capital.
Esa empresa fue muy atacada desde varios frentes, especialmente por la competencia directa. Teníamos el promedio de ser una empresa que, en solo tres años, se colocó entre las primeras once de las 48 que entonces existían en el país.
Hicimos una campaña publicitaria que nos colocó en el primer lugar en imagen en el ramo.
Pero comenzaron los ataques. Algunos bancos, copropietarios de compañías en el sector, cuando recibían cheques de cierto monto, mandaban la información a su propia aseguradora y enviaban a un vendedor a ofrecer lo que nosotros no teníamos: créditos, tarjetas de crédito, tarifas especiales, entre otros.
Llegó una persona a la Superintendencia de Seguros, que, aunque era del sector, se prestó a destruirnos. Nos colocó tres inspectores en la empresa, que ya parecían empleados nuestros. Uno de ellos, un día, me dijo:
—Señor, nosotros somos empleados. Tenemos la siguiente orden: “Vayan y encuentren. Y si no hay, encuentren”.
Nos vimos en la necesidad de, para evitar el cierre de la empresa, vender nuestra mayoría de acciones y permitir que uno de los socios se convirtiera en mayoritario. Dejamos de ser los hegemónicos.
Eso no fue suficiente. Al final, cerraron la compañía. La persona —una mujer— responsable de ese cierre, un tiempo no muy largo después, fue moralmente destruida por su comportamiento inmoral, evidenciado públicamente con grabaciones entre otras cosas. La competencia acérrima de nosotros y que auspiciaba a la señora, unos meses después le cerraron todas sus empresas por violaciones a varias leyes.