Por Rafael Céspedes Morillo
Eran las 5:43 de la mañana, trece minutos más tarde de la hora acostumbrada para levantarse. Juanito era metódico, implacable consigo mismo y, claro está, también con los demás. El día anterior había tenido una faena más dura que de costumbre. Por eso, su cuerpo le había jugado una trampa, robándole esos trece minutos que él consideraba trabajo perdido. Así lo veía Juanito: “El hombre tiene que ser serio, comenzando con uno mismo”, era una de sus tantas frases habituales.
Aceleró los aprestos necesarios para salir al trabajo que le esperaba. Sentía que debía reponer esos trece minutos perdidos de alguna manera, así que no desayunó. Le pidió a Rosita, su esposa, que le pusiera la comida en una cantina para llevársela. Ella accedió sin decir una sola palabra, como la esposa abnegada que era.
En el camino se le veía apresurado. Tenía la necesidad urgente de llegar a sus faenas diarias. Creía firmemente que ese día daría el último picazo. Estaba convencido de que llegaría al final y encontraría lo que tanto buscaba. Se autoconvencía de que estaba por alcanzar el fondo donde descansaba su riqueza, y que por fin todos dejarían de considerarlo un loco al ver las pruebas de lo que tanto afirmaba.
Juanito llevaba algo más de un año cavando en un lugar que le pertenecía desde hacía mucho tiempo, fruto de la herencia de su padre, don Julio. Decía que a su padre se le escuchaba hablar con cierta frecuencia de que en ese terreno había petróleo. Don Julio era muy querido y respetado en la comunidad: un hombre trabajador, honesto y hogareño, que nunca perdía la compostura… salvo cuando alguien hablaba mal de las Águilas del Cibao. Entonces perdía la tolerancia y se enfrascaba en discusiones acaloradas. Las Águilas son las Águilas.
Sobre el supuesto petróleo, don Julio no discutía con nadie, pero tenía argumentos que, para los no entendidos, eran difíciles de rebatir. Aunque no hablaba del tema a diario, parecía tener la meta de explorar algún día su terreno. Sin embargo, la muerte le llegó antes de poder hacerlo. Así fue como a Juanito se le ocurrió retomar lo que su padre no pudo concretar.
Juanito quería demostrar que su padre tenía razón. Además, lo animaba con la misma fuerza la posibilidad de salir de la pobreza y convertirse en un potentado económico, explotando su supuesto yacimiento de petróleo. Su imaginación volaba alto: soñaba repetidamente con un gran chorro de petróleo brotando tras el último picazo. Se sonreía solo. Veía eso en cada golpe de pico. En ocasiones, se le escuchaba decir: “Acaba de salir, yo sé que estás ahí. ¡Sal, sal, sal!”, casi gritando con rabia tras cada picazo.
Pero nadie respondía, y tampoco salía lo que él creía que estaba allí.
Esa lucha diaria había provocado algunos pleitos en la casa. Su esposa ya se sentía frustrada por la dedicación obsesiva de su marido a lo que parecía más una quimera que una realidad. Era frecuente la conversación entre los esposos sobre el tema. Rosita no se sentía bien con la situación en la casa.
—No puede ser que seas tan terco. Ahí no hay petróleo —decía Rosita.
—Ya va, mujer… Déjame ser el magnate petrolero del país. Solo yo lo seré, y tú serás la esposa de ese magnate —respondía él.
—De seguir así, como parece que seguirás, en poco tiempo seré la esposa de un indigente —replicaba ella.
Pasaron algunos meses más, y el único resultado fue un gran hueco: profundo y seco. Un matrimonio descuidado, una familia en precariedad, un hombre frustrado y cansado. Tanto, que no pudo más. Un día cualquiera, decidió vender el terreno porque su economía no le permitía seguir adelante. Un vecino le hizo una oferta y Juanito la aceptó.
Sellaron el acuerdo. Juanito acompañó a Lucas, el nuevo dueño, al lugar. Una vez firmaron los papeles y se hizo el intercambio de dinero, llegaron al terreno para la entrega formal. Estando allí, Juanito miró el pico con el que había cavado durante unos dieciocho meses. Miró a Lucas y le dijo:
—Voy a enterrar este pico en el hueco. Creo que es allí donde pertenece.
Lucas lo miró con cierta lástima y le respondió:
—Ese es su lugar. Entiérralo ahí mismo, para que ni lo recuerdes.
Juanito lanzó el pico con rabia, y al clavarse en el fondo del hueco, brotó un lloro negro que los bañó a ambos.
Cuando no es, “No es”