Por Melton Pineda
El 27 de enero de este mismo año, publiqué un análisis sobre la política del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en relación con América Latina. En aquel momento, advertí que esa política, más que frenar el avance de China, lo incentivaba, dejando espacio para que el gigante asiático consolidara su influencia en la región.
Hoy, con el panorama internacional aún más tenso y complejo, se hace evidente que el conflicto que se presenta entre Estados Unidos e Irán no es más que una fachada, una cortina de humo que oculta la verdadera confrontación: una guerra geopolítica de gran escala entre Estados Unidos y la República Popular China, perdiendo de vista el arraigo mundial que ha tenido esa nación comunista, sobre todo por su política comercial.
Esta nueva guerra fría, que está muy cerca de volverse caliente, no gira únicamente en torno a cuestiones militares, sino también energéticas, comerciales y tecnológicas. Y el terreno donde se juega esta partida no está en Washington ni en Pekín, sino en el Medio Oriente, específicamente en el estratégico Estrecho de Ormuz.
La reciente actitud de Trump, quien en entrevistas públicas ha prometido terminar la guerra entre Rusia y Ucrania en 24 horas y apoderarse de Palestina y la Franja de Gaza, da una idea de su visión simplista pero agresiva de la política exterior.
Sin embargo, detrás de esas declaraciones existe un cálculo más frío y peligroso.
Ante la pregunta sobre qué haría en caso de que estallara un conflicto entre Israel e Irán, Trump respondió con ambigüedad: “Nadie sabe lo que yo voy a hacer”. A su vez, envió un mensaje directo al líder supremo de Irán, el Ayatolá Ali Jamenei, diciéndole: “No te voy a matar ahora”, al mismo tiempo que exigía que Irán se rindiera.
La madrugada del pasado sábado, sin el consentimiento del Congreso estadounidense, Trump ordenó bombardeos contra supuestas instalaciones nucleares iraníes. Además, advirtió a los diez millones de habitantes de Teherán que abandonaran la ciudad, como si la guerra fuese inminente.
La situación se agrava cuando entendemos que una guerra entre Estados Unidos e Irán no será solo entre esos dos países. China, aliado estratégico de Irán y principal consumidor del petróleo que pasa por el Estrecho de Ormuz, tiene un papel clave en esta trama.
Incluso países pequeños, como la República Dominicana, podrían sufrir los efectos colaterales de este conflicto. La dependencia global del petróleo y la conectividad económica hacen que ninguna nación esté completamente aislada de las repercusiones.
El secretario de Estado estadounidense, el cubanoamericano Marco Rubio, solicitó a China que dialogue con Irán para evitar el cierre del Estrecho de Ormuz. Esta petición, lejos de ser inocente, revela el verdadero interés de EE. UU.: culpar a Irán de una escalada provocada por los bombardeos de Israel.
El Estrecho de Ormuz es más que una vía marítima; es un punto neurálgico de la economía mundial. Por él transita cerca del 30% del petróleo comercializado por mar a nivel global, y el 95% de ese petróleo tiene como destino final a China.
No se puede pasar por alto que este estrecho, con apenas 55 kilómetros de ancho, es vigilado por Irán y Omán desde que firmaron un acuerdo en 1975. Cualquier conflicto en esta zona pone en riesgo inmediato el flujo energético del planeta.
Ya en 2011, Irán amenazó con cerrar el Estrecho de Ormuz, afirmando que no permitiría que pasara “ni una gota de petróleo” si se le atacaba. En 2019, repitió la amenaza. En ambas ocasiones, las tensiones se calmaron por vías diplomáticas.
Pero esta vez es diferente. Las amenazas se han convertido en decisiones firmes. Tras los recientes bombardeos israelíes, que destruyeron buena parte de la cúpula militar iraní, el Parlamento de Irán aprobó oficialmente el cierre del Estrecho de Ormuz.
Esta acción representa una verdadera “bomba nuclear” en términos económicos. No se necesita lanzar un misil para paralizar al mundo. Basta con cerrar esta vía para que se dispare el precio del petróleo, se frenen cadenas de suministro y colapse la economía global.
Aquí es donde entra China. Como principal socio comercial y energético de Irán, Pekín tiene intereses vitales en mantener el Estrecho de Ormuz abierto. Pero también sabe que esta crisis debilita a Estados Unidos en el tablero internacional, y podría aprovecharla a su favor.
La posición de Trump y sus aliados no es tan fuerte como aparenta. Una guerra prolongada en Medio Oriente significaría más gasto militar, más caos en los mercados, y un frente abierto que China y Rusia podrían explotar en Asia y Europa del Este.
La pregunta ahora es: ¿qué hacer? Parafraseando a Lenin en 1902, cuando hablaba de estrategia revolucionaria, Irán parece haber comprendido que su arma nuclear no está en sus misiles ni en su uranio enriquecido, sino en su poder para detener el corazón energético del mundo.
La guerra real no es con Irán. Es una guerra de influencia, poder económico y control energético con China. Irán es el actor que activa el conflicto, pero el guion ha sido escrito por las grandes potencias.
El mundo se encuentra en la antesala de una nueva era de confrontaciones globales. No es solo un conflicto por territorios o religiones. Es una lucha por el nuevo orden mundial, y en ese tablero, el Estrecho de Ormuz es más valioso que cualquier misil nuclear.