Por Antonio Isa Conde
En el debate económico a menudo se confunde el salario nominal con el salario real. Mientras el primero es la cantidad de dinero que recibe el trabajador, el segundo representa lo que realmente puede comprar con ese dinero. La diferencia entre ambos se profundiza con la inflación, que erosiona el poder adquisitivo.
Como se ha dicho: “Mientras el salario nominal sube por la escalera, la inflación sube por el ascensor”.
El fortalecimiento del salario real depende en gran medida de la inversión pública en infraestructura y servicios esenciales como energía, agua potable, transporte, salud y educación. Sin estos pilares, las familias deben destinar más recursos de su bolsillo para suplir necesidades que deberían estar garantizadas por el Estado, limitando su capacidad de consumo y ahorro.
Un factor clave para convertir nuestro crecimiento en desarrollo es la acumulación de capital social, lo que significa una inversión sostenida en sectores estratégicos, en especial salud y educación. Sin estos elementos es imposible mejorar la productividad laboral y generar oportunidades reales de crecimiento económico con equidad.
El país enfrenta una dura realidad: no cuenta con los recursos para hacer las inversiones públicas necesarias, a pesar de su alto crecimiento económico.
El endeudamiento ha crecido a unos niveles preocupantes y por demás ha priorizado el gasto corriente, en lugar de destinar recursos a infraestructura y desarrollo, las más de las veces por razones políticas clientelares.
Esta estrategia no es sostenible. Seguir endeudándose sin generar inversión productiva solo agrava la desigualdad y pone en riesgo la estabilidad económica a largo plazo.
Pero para enfrentar eso necesitamos una reforma fiscal integral que actúe por la vía del ingreso y del gasto. Pero no cualquier reforma. Se necesita una reforma desarrollista, que no sea regresiva, que no recaiga en los sectores más vulnerables, sino que promueva la producción, reduzca la desigualdad y siente las bases de un crecimiento económico sostenible y equitativo.
Una reforma fiscal bien diseñada no solo aseguraría que el Estado cuente con los recursos necesarios para invertir en infraestructura, educación y salud, sino que también permitiría estimular la producción y generar más empleos de calidad.
Sin esta reforma el país seguirá atrapado en un círculo vicioso de bajos salarios reales, servicios deficientes y un Estado incapaz de responder a las demandas de la población.
Insisto, no basta con aumentar el salario nominal, ni con paliar la crisis endeudándonos de manera creciente y costosa, al punto de que el pago del servicio de la deuda (capital e interés) se traga más del 30% de nuestro escuálido presupuesto.
Sin inversión pública en infraestructura y capital social, el salario real no mejorará. Y sin una reforma fiscal integral, el Estado no tendrá los recursos para realizar las inversiones más urgentes y prioritarias. Es hora de enfrentar este desafío con responsabilidad y visión de futuro.