Rafael Céspedes Morillo
Claudio, amigo y hermano, me escribió para decirme que algunos de sus lectores se confundieron con su réplica de un envío mío y creyeron que yo había muerto. Celebramos que no era cierto. Hay veces que la vida juega raro, por no decir otra cosa.
Eran las 6:37 de la tarde del miércoles primero del año 2025. Mi esposa y mi hija Verónica salían hacia la iglesia; era el primer culto del año, el Culto de las Primicias. Pero me lo perdería. Mi rodilla derecha lo impedía: cualquier movimiento provocaba una queja, a veces intensa. El color rojizo en una de sus partes anunciaba problemas.
Quedarme en casa no era mi intención; tampoco hacerle caso a la rodilla. Había un ambiente de incertidumbre. Al final, primó la sensatez: debía quedarme. Quedarme solo. No era lo que quería mi esposa ni mi hija, pero solo había dos opciones, y optamos porque me quedara.
El sillón negro, cómodo, con su piel mullida y suave, me acogía sin reparos, con las piernas extendidas sobre su superficie, me ayudaba, pero a veces hasta las formas de descansar cansan, y periódicamente debía levantarme. No era fácil. Era forzado y molesto.
En ese ir y venir entre pararme y sentarme pasó el tiempo, hasta que advertí que mi estómago empezaba a hablarme. Pensé no solo en saciar el hambre, sino también en la situación de la glicemia, que llevaba días queriendo competir con las olas de un mar bravío: subía como si quisiera que la surcara un arriesgado surfista de Sosúa.
Una combinación de cosas se hacía sentir. Algo de frío, no muy molesto, pero inexplicable, me advertía tener cuidado con lo que iba a comer. Por ello, seleccioné unas tabletas de chocolate sin azúcar y las acompañé con la corteza de un pan, completando así la cena de un hambriento y azucarado ser humano.
Pasaron algunas horas más, contemplando en la pantalla del televisor la vida de los iraníes y sus vecinos. Sin pedir permiso, el dolor volvió. La pierna se tornaba molesta y no tenía cómo calmarla. Decidí bañarme. Confieso que fue refrescante, pero no sirvió como calmante. Por el contrario, el dolor creció y creció.
Mi esposa y mi hija aún no llegaban, y la situación se complicaba. Había dejado el calmante en la parte baja de la casa. Bajar y subir las escaleras era doloroso; solo pensarlo me parecía imposible. Sentado, parado, acostado, no importaba: el dolor alcanzaba niveles insoportables.
Para que algo me duela a mí, que tengo un umbral del dolor alto, a otros tiene que aturdirlos. Pero esta vez, el dolor no solo me dolía, me hacía imposible seguir así. Me levanté del sillón para ver si habían llegado y se habían quedado abajo hablando, a veces sucedía. Justo en ese momento, mi esposa entró en nuestra habitación.
Al ver mi semblante, supo que pasaba algo y, enseguida, preguntó:
—¿Qué te pasa? Al explicarle los síntomas y dolores, corrió a buscar el medidor de glicemia. ¡Oh, sorpresa! Ni tan sorpresa: la glicemia estaba llegando a los 600. Sonó la alarma del corazón y de la razón. Nos fuimos a emergencias.
Elegimos Cedimat: allí tienen mi expediente, queda relativamente cerca de casa y el trayecto es fácil. Llegamos. Un joven, más atento al equipo conectado a su oído que a los pacientes, nos señaló con un gesto dónde estaba la silla de ruedas. Mi esposa, que no es buena conductora de sillas de ruedas, logró llevarme hasta donde estaba una enfermera. Ella nos atendió con una sonrisa, sencilla, amable y diligente.
Cubiertos los requisitos, me hicieron un electrocardiograma. Todo estaba perfecto. Me ingresaron a la sala de emergencias para evaluar qué hacer. Me colocaron todos los cables que un cuerpo puede soportar, una jeringa "por si acaso" y me sacaron sangre dos veces. Luego me aplicaron insulina.
Una hora después, midieron la glicemia: seguía por encima de 400. Más tarde, otra inyección de insulina. Finalmente, la glicemia comenzó a bajar, estabilizándose alrededor de los 300. Comenzamos a respirar tranquilos. Decidieron hacerme una radiografía de la rodilla: resultado, cero lesiones.
El escenario en ese momento era claro: no había problemas serios en la rodilla, y los análisis estaban dentro de los parámetros normales, salvo el caso de la glicemia. Preguntamos: —¿Podemos irnos? Nos respondieron que debía esperar al internista para la alta médica.
Insistimos: pero ustedes dicen que todo está bien, incluida la glicemia, que está bajando aceleradamente. ¿Por qué debemos esperar, si todo está bien? —Es el protocolo, fue la lacónica respuesta.
Finalmente, decidimos firmar para salir. Pagamos y nos fuimos. Ya en casa, y en vez de la acostumbrada 9:30 p.m. para dormir, el reloj marcaba las 4:48 a.m. El internista llegaría después de las 8:00 am. ¡Qué momentos!