miércoles, diciembre 4, 2024

“Yo le dije: deja tranquila a mi madre, no me hizo caso; cogí y lo maté”

Por Emiliano Reyes Espejo

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 Las relaciones públicas constituyen el canal idóneo para que las instituciones, tanto públicas como privadas, mantengan el contacto, la indispensable comunicación con sus públicos, tanto internos como externos. Para esa labor, la tecnología ha dotado a esta área de la comunicación de herramientas valiosísimas que han convertido a este oficio en algo invaluable.

Apenas comencé a laborar en el departamento de Relaciones Públicas de la secretaría de Salud Pública en la gestión de gobierno del presidente Joaquín Balaguer, confronté algunos problemas que no tenían, en principio, mayores inconvenientes. A estos le contrapuse el instrumento que tenía a manos: la comunicación interna con el personal. No obstante, estas pequeñas dificultades tomaron matices que se tornaron preocupantes.

El hecho fue que uno de los empleados, el mensajero del departamento, me pidió muy encarecidamente que le permitiera “cobrar” el sueldo sin que él tuviera que ir a trabajar. Encontré inverosímil esta petición, pero él insistía. En un franco desafío me dijo que yo lo iba a complacer “a la buena o a la mala”.

No comprendí el término y le expliqué que si lo permitía tendría que hacerlo con los demás empleados. Me acotó que otras personas cobraban sin asistir a la institución, y por qué no se lo permitía a él. Se paró de la silla y salió furibundo. Estrelló la puerta de mi oficina y salió balbuceando palabras inentendibles.

Los otros empleados quedaron asombrados y me preguntaron qué había ocurrido. Les expliqué, y de inmediato me dijeron que él no tenía ninguna razón.

El fortachón

Una hora después llegó a la oficina un hombre blanco, alto, fortachón y con cara de “no muy buen amigo”. Saludó, y dijo que quería conversar conmigo. Le contesté que estaba a su disposición. Lo invité a tomar asiento, pero se negó a sentarse. Cerró, sin que yo se lo pidiera, la puerta de mi despacho.

De inmediato me encaró, me expresó que le explicara la razón por la que me negué a otorgar el permiso a Remigio, el mensajero. Quise decirle, pero entonces, hizo intento de levantar la silla mientras me hacía serias advertencias:

– “Usted le va a dar el permiso o verá lo que le va a pasar…”. Agarró con fuerza la silla con intención de alzarla. Cuando vi cuál era su intención, atiné rápidamente a abrir la gaveta del escritorio y entré la mano como si fuera a sacar algo, mientras decía con voz firme:

– “Si levantas esa silla eres hombre muerto, te reviento la cabeza”.

No sé de dónde saqué valor. En la gaveta del escritorio no tenía ni siquiera una libreta, ni un lápiz. Apenas había iniciado mi labor en el departamento. 

Al parecer. mi gesto lo intimidó, bajó la silla y se marchó raudo, también estrellando la puerta, no sin antes decirme que me esperaría a la hora de salida.

 Tuve que pedir auxilio

 No le di mayor importancia a este hecho. Los demás empleados que eran veteranos en el departamento me rogaron, sin embargo, para que no dejara eso así, que lo reportara al señor secretario, que me estaba enfrentando a un hombre peligroso. Explicaron que ese señor, que tenía el mote de El Matón, era un conocido integrante de La Banda Colorá, el cual se dedicaba a intimidar a los funcionarios de la institución para sacar dinero y resolver problemas. La Banda Ramón Pérez Martínez (Macorís), que operó en el gobierno de los 12 años de Joaquín Balaguer).

– “Tiene que cuidarse Señor, ese hombre lo está esperando a la salida”.

Elevé mi queja al secretario, quien llamó a su Asistente para que me resolviera esa contrariedad. Manifestó, visiblemente molesto, que él no iba a tolerar que personas ajenas a la institución se dedicasen impunemente a chantajear a los funcionarios. 

Tras escucharme, el Asistente se comunicó con el jefe de seguridad, el cual dijo que sabía cómo resolver ese problema. Pidió a un subalterno que le localizara a “Pirincho El Guardia”, otro temido miembro de la Banda Colorá, pero con la salvedad de que a éste le tenía miedo hasta El Matón y todos los demás integrantes del grupo de bandoleros.  

Me pusieron a “Pirincho El Guardia” de “guardaespaldas”, o sea, para que me cuidara de El Matón. Tenía instrucciones de que no podía permitir que me pasara nada. La noticia de que Pirincho me protegería corrió rápidamente por los pasillos de Salud Pública y parece que llegó a los oídos de El Matón, quien “por arte de magia” desapareció de los entornos de la institución.

– “Él sabe por qué ya no viene por aquí por Salud Pública, de seguro que no quiere enfrentarse conmigo”, se ufanó Pirincho ante los superiores. En tanto, éste me acompañó a todas partes desde el mismo momento en que me lo asignaron, incluyendo al periódico La Noticia donde yo laboraba después de mi horario en Salud Pública.

 Un sobrino policía preso

 Pasado el tiempo se disipó la amenaza y Pirincho dejó de cuidarme para dedicarse a otras actividades. Perdí el contacto con éste por un buen tiempo. En una ocasión un sobrino que era un agente de la policía cometió una grave violación a la ley y cayó preso, de lo cual me enteré a través de su madre. Acordé con ella que lo visitara a la cárcel del ensanche La Fe, donde estaba recluido. Lo escucharía para ver cómo yo podía ayudarlo en sus vicisitudes.

Cuando iba entrando a la cárcel escuché que me llamaban con denodada insistencia desde una celda:

– “¡Licenciado! ¡Licenciado! Soy Pirincho, estoy aquí, mire para acá, soy yo…soy yo, ¿no se recuerda de mí?, yo soy el que era su guardaespaldas”.

Sorprendido, miré para la celda y lo vi, sí, era él, Pirincho. Me acerqué y le pregunté con cierta ingenuidad por qué estaba allí. Comenzó a relatar todo lo que le había pasado, pero en eso mi sobrino alcanzó a verme y me llamó. Corté la conversación con Pirincho y le prometí que volvería antes de marcharme. Escuché al sobrino y quedamos que le ayudaría con un abogado, lo que no ocurrió. Resolvió con sus propias gestiones en la Policía.

De partida pasé nuevamente por la celda donde estaba Pirincho y entablamos una nueva conversación. Estaba, para mi extrañeza, en la celda de los oficiales de la Fuerza Aérea. Indagué y me dijo que era del barrio Capotillo y que había sido sargento de esa institución.

La celda de la Fuerza Aérea en la cárcel del ensanche La Fe era especial. Allí los reos gozaban de condiciones de comodidad que no tenían los otros presos. Tenían facilidades como gimnasios, buenos camarotes y baños higienizados. Algunos de estos exmilitares, todos bien fornidos, bien alimentados como atletas profesionales, estaban presos por crímenes. Mi sobrino me contó que allí no se encerraba a civiles, y cuando los policías querían estropear a un preso lo llevan a esa celda, donde estos molletudos los majaban a golpes.

– “No permita que te lleven para la celda de los militares”, comentaban los presos.

Al preguntarle por qué estaba en la celda de los militares, Pirincho me relató entonces que había nacido muy cerca de la ahora icónica calle conocida como La 42, y jovencito se enganchó a la Fuerza Aérea. Cuando llegó a sargento cometió algunos errores y fue despedido. Siendo ya un civil abandonó el barrio y se enroló en la Banda Colorá. Dejó en la barriada a su madre, a quien visitaba todos los fines de semana.

Cuenta que, en una de esas visitas, Lorenza se quejó de que Dionisio, otro tiguerón del barrio que residía en la misma calle que su madre, la molestaba constantemente. 

– “Ella me lo decía: ahí está Dionisio molestando, no me deja tranquila”. Le advertí a éste en más de una oportunidad que no se metiera con mi madre, pero él seguía, la fastidiaba, le quitaba los chelitos y le robaba los ajuares de la casa para empeñarlos. Cansado de los lamentos de mi madre cada vez que iba al barrio, ese día fui decidido a resolver ese problema.

– “Lo llamé aparte mientras él bebía tragos en la esquina, y le dije muy seriamente: Mira Dionisio, estoy harto de que fastidie a mi madre”, expresó. Dionisio, atolondrado por los excesos del alcohol, no tomó en serio la advertencia de Chirincho, quien sacó un largo puñal que llevaba bajo su camisa y le dio una estocada mortal.

 – “¿Y murió?”, pregunté. “Sí, saltó como un chivito”. –“No jode más. Yo le dije: mira Dionisio, te advertí que dejara tranquila a mi madre… no me hizo caso; cogí y lo maté”.

 “¿Y ahora? Vas a estar preso por muchos años”, le dije.

 – “No, qué va Licenciado, yo salgo ahorita, ya me están haciendo las diligencias…”.

   *El autor es periodista.

Emiliano Reyes
Emiliano Reyes
Periodista y Gestor de relaciones públicas

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