Por Alfonso -Fonchy- Tejeda
Aún con las cuantiosas versiones y postulados, es una dificultad pendiente establecer con propiedad los orígenes de ese ritmo que tantas alegrías, riquezas y aprovechamiento ha deparado, pero sí es fácil concluir que el merengue atraviesa una de sus mayores crisis, en todas sus etapas, patentada en una “arritmia” de creatividad, difusión y de exponentes.
A todo lo largo de su historia, que investigadores, cultores y músicos ubican a partir de la tercera década del pasado siglo, nunca como ahora había presentado ese ritmo tal desamparo, el que ha provocado alarma entre muchos que todavía lo consideran soporte de la identidad “nacional” y vital como componente “industrial”.
Y, en ambas responsabilidades, el merengue está fallando, si remontamos esta pretendida comparación a cuál era su realidad, tan cerca como 50 años atrás, cuando concitaba una atención social, política y académica que se afanaba por desentrañar sus orígenes (grupo Convite y otros), diversificarlo (Johnny Ventura, Wilfrido Vargas, Juan Luis Guerra) y expandirlo “a playas extranjeras”, y en esa acción sí eran incontables los pretendientes de tal propósito.
Para ese entonces, y, a partir de ahí, el merengue era una “industria” en la que participaban distintos intereses económicos y comerciales (Karen Récord, financieras, “nuevos ricos”, etcétera), que tuvo en, y con, los merengueros de los ‘ 80s una explosión sin igual, provocando que, en Puerto Rico, este desbancara a la Salsa de la primacía que ostentaba ésta en la afición musical.
Después de esa manifestación desbordada de grupos merengueros -que es necesario anotar- pocos de ellos hicieron aportes sustanciales a las características del ritmo. Siendo un tanto flexible, se puede considerar que aquel “movimiento” llamado merengue de calle tuvo algún impacto en los ‘ 90s, más débil al llamado merenhouse, con base en Nueva York.
Todavía entonces se escuchaban piezas musicales con buenas letras, arreglos adecuados y voces que impactaban por su limpieza y tonalidades, que soportaban la disposición de oyentes y consumidores anteriores, al iniciático acoso de ese destartalado y atosigante desafuero, en su derivación más trágica, que ahora sus exponentes llaman Dembow.
Prejuicios culturales y urbanos han marginado al “merengue típico”, que con tanto afán y esfuerzos defienden el consagrado y siempre dispuesto Rafael Chaljub Mejía, y Huchi Lora, pero que ahora tiene en las autodenominadas “bandas típicas” una expresión que destaca por el tongoneo y “lo facial” (¿?) de las y los de sus exponentes.
Con mayor difusión mediática, por la revitalización del ritmo, se ha involucrado un grupo de músicos, comunicadores y difusores (Ramón Orlando, Juan Valdez, Bebeto Bernabé, Raffi D’Oleo, Roberto Monclús, Juan Triffolio y otros), que desde plataformas radiales y televisivas pujan porque el merengue sustente ese título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, otorgado en el 2016 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
Ese es un esfuerzo ponderable, y destaca la propuesta de Roberto Monclús para la creación de un “fondo naranja” (similar a la ley de cine), para desde el Presupuesto nacional proveer financiamiento a iniciativas que apoyen la revitalización del ritmo, para preservarlo, y otros autóctonos géneros musicales como la bachata.
En sus momentos, el merengue, como industria, movía tantos recursos que hizo de sus beneficiarios potentados derrochadores, pero, sobre todo, creó un liderazgo en la música regional que hoy es una lastimera realidad, comparable a la de un anciano retirado que sobrevive con una pensión de la seguridad social dominicana.